En los días más duros del confinamiento, con qué ilusión y buen ánimo me unía yo al aplauso que mis vecinos de la avenida de la Constitución dedicaban a los equipos médicos, a las fuerzas de seguridad, a los que nos daban de comer, a ... los empleados de la limpieza, a los sacerdotes, y tantas personas que se han dejado el pellejo –la vida– por nosotros. Yo miraba a la torre de Santiago y rezaba a la Virgen de la Esperanza por todos ellos, y lo hacía con toda la intención del mundo.
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También sé que había 'caceroladas' –término pintoresco donde los haya, pero muy adecuado–, en las que nunca intervine, no porque no lo merecieran muchos de los políticos que nos malgobiernan, sino porque todavía tengo un cierto sentido de la dignidad y del decoro.
Uno de esos días, sería allá a mediados de abril, me rondó por la cabeza y por el recuerdo una canción que se hizo viral, que dicen ahora, por los años sesenta del siglo pasado, y que llevaba el título sugestivo de 'Viva la gente'. Hoy quiero dedicar un modesto homenaje a la gente en general. A esa gente que, al final y al cabo, va a tener que sacar las castañas del fuego de las consecuencias sanitarias y económicas de la crisis pandémica del coronavirus. Y lo hará a base de gel, mascarilla y distancia. No hay otra.
La canción a la que me refiero, y que yo he cantado muchas veces, fue compuesta o al menos interpretada por un coro numeroso, variopinto, multirracial, multireligioso, y multi todo lo que quieran, que se llamaba 'Viva la gente'. Verlos animaba. Oírlos entusiasmaba. Y más pronto que tarde, muchos nos lanzamos a cantar aquello de «viva la gente, la hay donde quiera que vas; viva la gente, es lo que nos gusta más». La música sonaba muy bien, con palmas o sin ellas. Y la letra, ¡genial! Decía cosas tan fenomenales como ésta: «Con más gente a favor de gente, en cada pueblo y nación, habría menos gente difícil y más gente con corazón».
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¿Quién era esa gente para los autores de la canción? Pues el lechero, el cartero, el policía. Los mismos que hoy. Y los padres y las madres, y los hijos, los niños y los jóvenes, y los abuelos que se han hecho fuertes en la contradicción y en las dificultades. Contradicción que los ha hecho ganar en su cariño, en su cercanía, en su conocerse mejor y en su amarse cada día más. Gente de verdad, que nunca sale en los medios. Personas del día a día que nos han hecho ver que «las cosas son importantes, pero la gente lo es más». Y lo es porque es «gente con corazón».
A nuestra sociedad hay que echarle hoy en cara la falta de corazón. Prima el dinero, el pasarlo bien, el disfrutar caiga quien caiga y a toda costa. Y esta birria de vida es la que estamos inculcando a nuestros hijos.
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¡Cuánto bueno habrán aprendido en los días duros del confinamiento!
Termino con el testimonio de otro grupo musical más modesto pero igualmente ilusionado, del Colegio Mayor Santillana de Madrid, que también ha cantado a «la gente, que se preocupa por la gente. De colores muy diferentes, aunque no pensemos igual... En esta guerra de trincheras, entre el pasillo y la escalera, hay un ejército de gente sin diferencias ni fronteras».
La pandemia no conoce adjetivos, tampoco tiene límites. Nadie, absolutamente nadie, va a poder salir en solitario de esta situación.
¡Cuánto hay que aprender del pueblo que siempre encuentra formas de ayudar y de acompañar a los demás en el dolor! ¿Será verdad que entramos en una etapa nueva en la historia de la humanidad y en la que todos sin excepción seremos los protagonistas? Tiempo al tiempo.
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