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El exconseller de Interior catalán Joaquim Forn, a la salida de la prisión de Lledoners (Barcelona). EFE
Las visitas

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A la última ·

Lunes, 2 de marzo 2020, 00:40

 Los domingos por la tarde mis padres se iban al fútbol mientras mi hermano y yo nos quedábamos al cuidado de mi abuela. Ese día solían visitarla sus familiares y mi abuela, hurona vieja sin ganas de cháchara, los olía a distancia: en cuanto presumía que podía venir alguien a verla, echaba las persianas y apagaba la televisión para simular que no estábamos en casa. Pasábamos la tarde entre tinieblas; mi abuela en la mecedora, mi hermano y yo en el sofá, quietos, silenciosos, atrincherados, con las orejas enhiestas, atentos a cualquier ruido, escondiéndonos de unos parientes tan amenazadores como una pandilla de zombis. De repente, tocaban al timbre: una, dos veces. Aguantábamos la respiración. Volvía a sonar. Seguíamos sin respirar. Al fin, el último timbrazo; después, los pasos en la acera, el sonido de un coche arrancando, el sonido de un coche alejándose. «Se han ido», decía mi hermano mirando por las rendijas de la persiana. Entonces volvíamos a la vida, y mi abuela se iba a la cocina a prepararnos palomitas con caramelo. Definitivamente, una infancia así justifica todas mis rarezas. Sobre todo, mi hurañía.

En tu casa puedes escapar de las visitas, pero en la cárcel no: durante los seis meses que estuvieron en prisión preventiva, los políticos independentistas presos por el 'procés' recibieron 2.300 visitas de autoridades catalanas. Qué hartura. Qué follón. Uno está tan tranquilo, a sus cosas, adiestrando a un ratón llamado 'Cascabel', cuando te llegan unos tíos a comerte la cabeza con los problemas del mundo exterior, como si no fuera suficiente con estar tragando trena. Si mi abuela hubiera ido al trullo, hubiera pedido que la metieran en una celda de aislamiento los domingos por la tarde. Menuda era.

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