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Vuela un busardo, noble denominación del halcón ratonero, por mi espacio aéreo. Desde la ventana veo sus ojos, él ve mis ojos, vemos una explosión silenciosa, una epifanía negra y febril, un apocalipsis imprevisto y sigiloso, algo que el calendario maya o el zaragozano o ... el zapoteca o el pirelli o el litúrgico, laus deo, señalan como el fin del mundo, aquí y ahora, en vivo y en directo a los pulmones. Grazna. ¡KkuyYujX¡ Es una risa, un gemido, un estertor, una irreverencia merecedora de un cantazo científico si cerca hubiera mozo hábil en manejo de hondas terapéuticas. No hay pedrada que lo derribe, ni le toca, ni le va ni le viene, es de alta cuna y aposento, de bajo menú predador y carroñero, aristocrático, bello y libre, sin trato con murciélagos. Explora en busca del mejor aire y ve más lejos, más alto, más rápido, mensajero de un Olimpo en el que los dioses juegan a la ruleta rusa, al veneno veneciano, a los victorinos españoles, al Winchester 73, empeñados en tirarse tiros fuera de sus cuerpos.
Es el mismo pájaro de ayer, volverá mañana, merodea el entorno, ya es vecino. Ve la superficie y el tiempo desde el espacio. Aprovecha velocidades y calenturas de las corrientes mientras proyecta en el suelo una línea a la que el hierbín y la arenilla movedizos dan cuerpo: una abreviatura de la muralla china, de las líneas de Nazca, de las dunas del desierto, de las sendas filamentosas de Castilla, del gemir de los viñedos, de la batalla de Lepanto. Sigue en vuelo, perturba la onda gráfica, la redondea, la anuda y tiende una soga al cuello del bueno, del feo, del malo, del guapo, del cardo borriquero, del santo, del pecador (incluidos sus femeninos). Es signo de algo, símbolo de una decisión sin patente, del mapa de una galaxia a descubrir, de un misterio abierto a cien interpretaciones y mil equivocaciones.
Es testigo de que yo estoy ahora aquí y yo soy testigo de su alarmante vuelo. Mientras dure el pan, el jamón y el vino durará la calma alborotada por sirenas, gritos, canciones, campanas, aplausos, vuvuzelas, tambores, fiestas patronales del gran sacrificio por un vivir bello y amable que era nuestro. El carroñero lo siente, nos valora, nos ve viéndolo como un agujero negro, nos ve aplastados por el sol de la fiebre, acurrucados bajo el sombrero de tejados y chimeneas. Se acerca, alardea de símbolo, se planta inmóvil en el aire, su más difícil todavía, se hace el muerto y cuando le da resucita ¡Ahí queda eso!
Delinea una ruta imposible y necesaria que concluye en un punto desconocido que es el punto exacto, la única salida. La evolución era esto, llegar a ser lo que nunca se nos habría ocurrido ser.
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