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Nunca se hará más cierto como este verano que las puertas que cierra una crisis abren ventanas de oportunidad. Cuando la agenda política tenía por fin en la parrilla de salida llenar de contenido y sentido el mundo rural, el drástico giro de las prioridades ... hacia la contención de la pandemia obligó a aparcar las necesidades de los pueblos tanto tiempo demoradas. Una vez superado lo peor de la crisis sanitaria, no sólo es obligado retomar el problema de La Rioja vacía, sino que el cambio de hábitos sociales impuesto por el COVID ofrece una respuesta inmediata y simple a tantos diagnósticos, análisis de consultoras y opiniones de expertos. Si uno de los antídotos para eludir la amenaza de un rebrote es escapar de las aglomeraciones, a escasa distancia de donde quizás esté leyendo estas líneas lo puede encontrar. Y sin receta previa. La soledad que habita en buena parte de la sierra y zonas del valle puede dejar de ser una condena para mutar en vacuna. Entre pelear por unos metros cuadrados en la playa de siempre o hacerse con un refresco en el chiringuito de turno sin rozarse con el vecino –¿alguien cree que se respetarán las distancias por mucho celo que se imponga o que los hosteleros deban ejercer de policía?– la alternativa reside en volver la mirada a lo más cercano. Huir de la masificación, reconciliarse con el campo al que hemos dado la espalda, respirar el aire más desinfectado que jamás nadie le podrá garantizar y, de paso, contribuir a llenar un hueco estructural. Yo que usted, si encontrara una casa en el pueblo o un familiar me la prestara, ya tendría hecha la maleta y hasta un morral.
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