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Me pregunto continuamente, a la vista de su transmisión, estructura y estrategias, a qué se parece más el SARS-CoV-2, ya que ha demostrado rebasar con creces el comportamiento de lo que venía siendo un virus corriente. Está claro que esta cosa, o anticosa, ... está emboscada, se infiltra, burla la cámaras y los perímetros y –a esto voy– no sabemos a ciencia cierta en qué está pensando. Vivimos en un mundo que genera modelos de comportamiento, de funcionamiento. No lo hacemos por deporte, sino que dependemos de ello, nos adaptamos a ello, necesariamente. Y todos los modelos se nos parecen. Por ejemplo, lo que llamamos inteligencia artificial (IA) consiste básicamente en la actividad de cerebros externos al humano, pero fabricados a su imagen y semejanza, en la salud y en la enfermedad. Llevamos siglos intentando armar fuera de nosotros, como un desmontable, un cerebro –desde una calculadora de bolsillo hasta el disco duro de una computadora– que nos permita descubrir cómo funciona el que tenemos incorporado de serie. La Covid –a la que cada cual le pone una cara, tal es su mutabilidad, su disfraz– demuestra esa capacidad de ingeniería punta y empoderada, logrando un alcance muy superior al de aquellos experimentos que los sabios recomendaban antes hacer con gaseosa, y desbordando, así, los límites del simulacro de laboratorio o una hipótesis de revista científica de impacto, para sustanciarse en un hardware, con nombres y apellidos. Y sin duda que la Covid también se nos asemeja, que se lleva materialmente una muestra de nosotros. Porque yo tengo la impresión, o la aprensión, de que se crea, evoluciona y culebrea como una idea humana, como las ideas generadas por los humanos: esas construcciones de compleja formación y más compleja transformación. Para bien y para mal. Leo en la prensa describir el patógeno de la Covid como algo «manipulado artificialmente, altamente transmisible, de aparición oculta, letal, sin secuelas claras y masivamente disruptivo» (sic) y pienso que podría estar describiendo igualmente, sin cambiar una palabra, el patógenos de las ideas más peligrosas de nuestra especie, las que nos han conducido periódicamente al pandemonium: guerras, fascismos, doctrinas, catástrofes, el amianto y otros males. El murciélago que nos anida. El caso es que ahora mismo, como si se tratara de una especie de fallo del sistema o de venganza personal, se ha invertido la metáfora de la 'viralidad', de la que nos hemos servido en los últimos tiempos para explicar el efecto globalizador. La aplicábamos a la forma exponencial e imparable en que se expandían las ideas (en cualquiera de sus formatos: un meme, una opinión, una jilipollez, una corpus filosófico o una teoría conspirativa). Una celeridad viral; o sea, a velocidad de contagio. Pero ahora, al volante del vehículo de la Covid, es el virus el que circula a la velocidad de una idea, loca. Hasta ahora las ideas eran virales y ahora los virus son como ideológicos. Es un paso más allá de la era del 'pensamiento líquido' en que nos encontrábamos, tan gráficamente representada por la licuefacción e inmediata regeneración digital del metal del que estaban fabricados los Terminator, que han durado justamente desde mediados de los ochenta hasta el año pasado. Pensamientos tan líquidos como indestructibles. Plomo candente. Pues a la altura de 2020, superada la Edad de los Metales, la genómica trabaja en todas las direcciones. Ves ahora moverse al SARS-CoV-2 y te recuerda en todo al curso invisible de una idea-tipo, desde su inoculación hasta su mapa. Compruebas cómo parasita el tejido. Demuestra la Covid trazos de laboratorio (de ideas), un parecido nivel de resistencia, de truca a su seguimiento, de segregación social, de IA para habilitar atajos y la misma imprevisibilidad en su desarrollo. Y sobre todo, una capacidad altísima de infección. No soy optimista: estoy seguro de que encontraremos la vacuna para el virus antes que para algunas (pésimas) ideas.
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