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Escuchado en un noticiario: «...resultó herido grave cuando la motocicleta que conducía se estrelló contra una farola». Dicho así, parece que el pobre motorista iba tan tranquilito cuando la máquina diabólica que lo trasladaba decidió liquidarlo. O sea, que el sujeto de la acción es ... el vehículo, no su conductor. Otra: «Dos muertos y tres heridos al colisionar frontalmente un turismo y un camión». De nuevo son los malditos ingenios rodados los que deciden lanzarse contra el otro sin importarles la vida de sus indefensos pasajeros. Y una más: «Anciano atropellado en un paso de cebra por una furgoneta que se dio a la fuga». En esta ocasión la maldad del artilugio es insuperable: agrede al pobre peatón y ni se detiene para permitir que su conductor lo auxilie. Hay que ver lo malos que son los vehículos motorizados que pululan por nuestras carreteras, calles y rotondas.
En pleno auge descriptor de innumerables variedades de violencia (física, psicológica, emocional, verbal, doméstica, machista, laboral, docente, sexual, institucional, de pareja, económica, cultural y hasta ginecológica), sorprende que aún no se haya tipificado una de las que más víctimas ocasiona en las sociedades desarrolladas: la violencia de tráfico. ¿Se deberá a esa perversa metonimia de atribuir la responsabilidad de los accidentes a los vehículos y no a sus conductores?
La variante más odiosa de este tipo de violencia es propia de la ley de la selva: el ataque del más fuerte, el tipo que va montado en algo, al más débil, el viandante. Si la cifra de muertos y heridos en pasos de peatones en España es más escandaloso que el de mujeres a manos de sus parejas, ¿por qué no se producen vigilias con flores y velitas o concentraciones de repulsa junto a los pasos de cebra después de cada atropello mortal? ¿Acaso su vida vale menos? ¿Por qué nos alarma e indigna más un tipo de violencia cuyas posibilidades de que nos afecte son mucho menores que las que nos aguardan cada vez que nos echamos a la calle? Ya sabemos que la clave para evitar esta lacra urbana es la educación, pero donde no la hay no queda otro recurso que aplicar sanciones ejemplarmente duras. No deberían considerarse «accidentes» o «imprudencias» estas auténticos atentados con resultado de lesiones graves e incluso muertes. Sin embargo, en 2016 se despenalizó el accidente de tráfico con la desaparición de los juicios de faltas, que eran gratuitos, pasando a la vía civil o de pago, con lo que las demandas se han reducido a la mitad. Muy bien para los sobrecargados juzgados y para las compañías aseguradoras pero muy mal para las víctimas de violencia de tráfico con menos recursos. Menos mal que, con su fina sensibilidad para la justicia social y su acérrima defensa del más débil, esto lo arreglan en dos días los nuevos amos de España.
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