Te acuestas. Lees. A las ocho páginas, las líneas comienzan a volverse borrosas: es hora de cerrar el libro. Lo dejas sobre la mesilla de noche, te quitas las gafas, apagas la luz, te acuestas sobre el lado izquierdo y metes la mano bajo la ... almohada, acurrucada en la confianza de que te vas a dormir. Pero esa esperanza se desvanece en segundos: tienes los ojos como platos. Te remueves en la cama ante la amenaza de pasar otra noche en blanco, acorralada por ideas obsesivas, por ruidos que no existen, por sombras extrañas que solo ves tú. Pones la radio buscando que un locutor con voz susurrante, de galán de culebrón, te acune. Y casi lo consigue, hasta que te das cuenta de que está hablando de apariciones espectrales en el dormitorio.

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Acabáramos: aunque no crees en los fantasmas, te tapas hasta las orejas con el nórdico de Ikea. No te atreves ni a sacar la mano por debajo del edredón pero, al fin, la alargas hasta la radio y sintonizas otra emisora a tientas. Otra voz, menos susurrante y más cantarina, dice no sé qué acerca de la importancia del omega-3 en la dieta. La noche sigue acortándose, el día está cada vez más cerca y tú repasas lo que has comido hoy, lo que comiste ayer, lo de antes de ayer: no te echaste a la boca ni una sardina, ni una nuez, ni un aguacate.

Entonces, llegan las señales horarias y rebotan en tu cabeza, en el techo, en la pared de la ventana, en la oscuridad: son las cinco de la mañana, las cuatro en Canarias. Podrías dormir una hora más si estuvieras en Canarias. Nunca has ido a Canarias. No estaría mal ir a Canarias. Te duermes soñando con espetos de sardinas plantados en las dunas de Maspalomas. Suena el despertador. Has dormido hora y media. Buenos días.

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