Muy cerca de mi casa hay una residencia de personas mayores. Es una de esas construcciones rotundas con aire ministerial y algún desconchón. Tiene un patio interior jalonado de plataneros y los aparatos del aire acondicionado están camuflados en la azotea, al lado del cartel ... luminoso con el nombre del centro bien grande. Desde mi balcón, cuando el sol no llega a deslumbrar, se intuye a lo lejos la silueta de los inquilinos asomándose a las ventanas, como queriendo rebañar unas gotas de vitamina D. Algunas tardes entre semana y todos los domingos, la mayoría baja al parque. Los familiares que van de visita los recogen de sus habitaciones, los sientan en una silla de ruedas y van juntos a dar una vueltita por los alrededores en lo que es seguramente un hito mayúsculo en su rutina. La calle se puebla entonces de hijos y nietos empujando a sus padres y abuelos. Van, vienen, se cruzan a ritmo muy lento y cada pocos metros hacen escala en algún banco antes de recorrer el siguiente tramo. Son momentos enternecedores.

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En esos instantes intrascendentes, los jóvenes están sentados a la misma altura de sus viejos. Muchos les acarician las caras arrugadas y les limpian las babas de los labios. También besan su piel flácida, les susurran al oído palabras de cariño, les estrechan fuerte sus manos huesudas. A veces parece que algunos de los ancianos no sienta ningún arrumaco ni escuche nada. Están enjutos, reclinados sobre sí mismos, con la mirada hueca. Sin embargo, el monólogo de sus familiares no cesa. Les siguen piropeando, dicen que les ven mucho mejor que la semana pasada y dan recuerdos de parte de algún vecino con la promesa de que, cuando el padre o el abuelo vuelva a casa, podrán saludarse personalmente y hasta bajar al bar a compartir un descafeinado. Son mentiras preciosas, colmadas de un amor como el que me gustaría recibir cuando un día deje mi casa para ir a vivir al geriátrico de enfrente.

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