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Hace ya más de treinta años sufrí una enfermedad que me obligó a estar tres meses en la cama. Bajo la férrea guarda y custodia de mi madre, que sólo me dejaba levantarme para ir al baño, pasé un larguísimo y monótono otoño en camisón, ... rodeada de libros y cintas de casete. Me convertí en una dama decimonónica, yacente y lánguida, que sólo tomaba caldos depurativos, dormitaba por las mañanas y se pasaba las noches en vela, desorientada por no tener ninguna actividad que marcara el comienzo de la jornada, desesperada por no tener ninguna emoción que distinguiera los lunes de los sábados.
Aguanté el encierro involuntario gracias a la lectura, las visitas de los amigos, los mimos de mi familia y dos canales de televisión, solo dos, exclusivamente dos. Era lo que había, y me bastaba. Pero cuando hacía un día gozoso, «un día como para tener novia formal», que decía Manuel Alcántara, me entraba una desazón terrible. Desde la ventana de mi habitación veía pasar la vida de los demás, luminosa y callejera, mientras que la mía flotaba en un limbo absurdo de sombras, quietud y dieta hepatobiliar. Una vida suspendida en el tiempo y reducida a un espacio.
He recordado aquellos días iguales al leer que hay once localidades italianas aisladas por el coronavirus. Qué interesada soy, qué conveniente: cuando los que tenían que permanecer recluidos en sus casas estaban lejos, lejísimos, apenas me sentía concernida. Pero ahora que la amenaza se percibe cerca, entre mediterráneos a los que nos gustar zascandilear, me entra, de nuevo, aquella desazón de la vida suspendida. Y empiezo a contar los libros que tengo, y a repasar las plataformas digitales que hay. Creo que me falta una. Voy a abonarme.
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