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Vivimos deprisa. Corremos olvidando lo que fuimos y lo que mañana seremos. Nos creemos adultos perpetuos sin recordar que un día fuimos recién nacidos. Organizamos la vida social para las personas autónomas, sin pensar en aquellas dependientes del cuidado de otro. Y así nos va, ... en más de un sentido. Los ejemplos son tan variados como queramos pensar, solo es cuestión de pararse y observar. Parar, un infinitivo antisistema en estos tiempos. Ejemplo de ello lo tenemos en nuestro día a día, sea como fuere nuestra cotidianeidad. La ciudad está diseñada para el adulto medio que, a su vez, es reflejo de la media ponderada resultante de lo que, supuestamente, queremos ser. Y como sociedad que piensa más en el bien propio y lejos de pretender ser comunidad, confundimos el bien común con el bien mayoritario de las personas adultas e independientes. ¿Quieren un ejemplo? Allá vamos.
El sábado pasado osé ir a la exposición sobre Marte en la Casa de las Ciencias con mi familia, la cual está formada por dos adultos, aparentemente funcionales, y un recién nacido, obviamente dependiente. Nuestra pretensión no iba más allá de pasear, aprovechando el soleado día, aprender algo sobre el planeta rojo y vuelta a nuestras obligaciones. La sorpresa vino cuando nos informaron de que nuestro hijo no podía entrar en el carrito. Amablemente, y esto no va con ironía, una trabajadora nos explicó que nos prestaban una mochila para portearle. A esta propuesta respondí que no iba a despertar a un recién nacido para portearle ya que, además, no lograba entender el motivo por el que no podía entrar a una exposición con el carrito. La respuesta me noqueó. Les reconozco que no supe qué responder, superó cualquiera de las posibles opciones que mi cabeza estaba barajeando. «Por motivos de seguridad en caso de evacuación». Mi reacción fue asomar mi cabeza a la sala por si por su disposición el carrito entorpecía el transcurrir de cualquiera que quisiera disfrutar de la exposición. No era el caso. No quise debatir con la trabajadora para no hacerle asumir la responsabilidad que no le correspondía. Será que el haber trabajado cara al público te hace empatizar en estas situaciones.
No voy a caer en la bajeza de comparar la situación de mi hijo con la de una persona con movilidad reducida a la que tengo claro que se le permitiría entrar sin inconveniente alguno. Tampoco voy a poner en cuestión la magnífica labor que esta entidad realiza en materia de divulgación científica. Pero sí que me planteo... ¿en qué momento un aparato de apoyo para un recién nacido se ha convertido en un peligro para la seguridad del resto? ¿Cuándo hemos creído adecuado idear protocolos que obvian las necesidades de una parte de la población? ¿A imagen y semejanza de quién estamos diseñando nuestra forma de entender la vida en común? Tengo fe ciega en la humanidad, pero hay mañanas de sábado que me lo ponen complicado.
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