He ido a comprarme una agenda. Porque yo lo valgo, sí, y porque la necesito, que también. Pues me he quedado con las ganas. «¿Agendas ahora? ¡Pero si las devolvimos todas en marzo!», me dice la dependienta, tan estupefacta como si le hubiera pedido cuarto ... y mitad de ternera picada. «No queda ninguna, ¿verdad?», pregunta a una compañera. «¿A estas alturas del año? ¡Qué va!». Vaya. Otra estupefacta. Se ve que no puedes empezar a ordenar tu vida cuando quieres, sino cuando te dejan. Y, a mí, unos grandes almacenes me han condenado a la anarquía existencial. Cincuenta años he estado sin usar agenda. Me regalaron una, pero no llegué a utilizarla. Preferí seguir desorganizándome los días en trocitos de papel que se acumulaban en el bolso, anotaciones en el móvil y una Moleskine negra de hojas blancas, sin rayas ni cuadrículas ni división alguna, el lienzo ideal para dibujar figuras geométricas mientras hablas por teléfono y escribir observaciones que parecen clarísimas en ese momento para, poco después, volverse tan difíciles de descifrar como la piedra de Rosetta. Ahora no, ahora necesito hojas fechadas y divididas en horas para compartimentar una vida que comienza a derramarse por el borde del cazo como la leche hirviendo.

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Es un intento vano de dominar el tiempo, lo sé: sé que una llamada de teléfono imprevista, un contratiempo tonto o, peor aún, una pandemia, pueden hacer que el futuro salte por los aires y te deje cubierta de fragmentos de proyectos rotos y de planes hechos añicos; sé que la vida inesperada puede desintegrar la vida programada. Pero, a pesar de ello, necesito tener la sensación de control sobre lo que está por venir. Aunque solo sea eso, una sensación.

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