Secciones
Servicios
Destacamos
Veo, en los carteles del Circo, que pervive 'el hombre bala'. Y que en ferias impactará por aquí. Ninguna atracción extraordinaria más cercana a lo ordinario de nuestra vida. Afrontamos ésta cada día entre las dificultades de propulsión -sobre todo algunos días- y el temor ... por el estado de la red, en caso de caída por fallo técnico, ataque enemigo o desfallecimiento. Yo, al menos, me levanto por la mañana, y espero que una carga de café y las reservas de ánimo me lancen al espacio aéreo de la jornada, en la esperanza de cerrar la trayectoria del día y regresar, de noche, a la base sano y salvo. Sobre todo sano. En medio, quedan las incidencias del vuelo y las condiciones atmosféricas, ambas imprevisibles. Los poderes wonder y los volatines de los superhombres y supermujeres de la Marvel son un mero efecto especial comparados con el riesgo real de la vida bala que vivimos. Salimos disparados y luego, reza lo que sepas. Dicen los entrenadores de los 'hombres balas' que el secreto de salir entero de su proeza consiste en saber articular dos movimientos consecutivos: primero uno de contracción, cuando se está dentro del cañón, para que el muelle no te pille hecho un ovillo sino con la rigidez del proyectil, lo que facilita la eyección; pero luego, y a la velocidad con que sales disparado, la velocidad propia de una bala -bien que un calibre anómalo-, uno de relajamiento, que contribuya a la ligereza y a la buena dirección del vuelo, para que no te casques, o hagas un extraño, como una pelota desviada. Contraerse y aflojar. Tensarse y distenderse. Arrojarse y driblar. Para no romperse o sufrir un aterrizaje forzoso o sencillamente perderse. Es la gimnasia del 'hombre bala': una versión circense de la gimnasia del hombre común, a cada paso. Controlar la propulsión y su rigor -en lo que se hace, en lo que se dice, en lo que se piensa- con la laxitud, para no acabar con una hernia nueva cada día en todos los puntos de nuestro fuselaje donde podemos herniarnos, incluida el alma. Si logras ese control, serás un buen piloto de ti mismo. Pero es difícil. Y las redes, las elásticas y no digamos las informáticas, presentan descosidos y zonas ciegas. Yo veo, por ejemplo, esta semana a Pedro Sánchez -largo y estilizado de cartucho- asumiendo, tras varias caídas y ascensos, desahucios y rehabilitaciones, estar abajo y arriba, salir y entrar de cartel -números del repertorio de la magia- autosometerse a la prueba in extremis de su mantenimiento, de su sostenibilidad en el arco: la prueba de un 'hombre bala', propulsado a la órbita electoral, y una vez en el aire, a un vuelo comprimido y complicado, y a un aterrizaje incierto. Es el número definitivo. La atracción máxima. Pasen y voten. Estas elecciones, me temo, las puede cargar el diablo. Y hay personal de pista que no está por la labor de zurzir la red. Ni siquiera de ponerla. En este país, al que está en el alambre, se le mete. Como en tantos casos, el primer hombre de algo, fue una mujer. Y así, el primer 'hombre bala' fue una 'mujer bala': Rossa Matilde Richter, conocida artísticamente como «Zazel». Casi una 'niña bala', pues la primera vez que salió disparada por un cañón tenía sólo catorce años. Corría 1877, en Inglaterra. La época en la que el Circo -como luego el cine- se propuso ser más grande que la vida, extremando las habilidades sonámbulas, acróbatas y contorsionistas del ser humano, hasta el límite. No me puedo yo imaginar ingresando en la 'vida bala' a los catorce años, aunque aun creo recordar a esa edad momentos de vértigo, reales y soñados. A 'Zazel' la captarían después Barnum & Bailey. La propulsaba un muelle y su trayectoria en el aire podía alcanzar los veinte metros. Era, además, grácil, bailaba vals y cantaba ópera. Cuentan sus biógrafos que la gran lección que le permitiría de por vida maniobrar en las alturas, disparada por un cañón o sobre un cable, sin miedo, la recibió siendo muy niña, cuando su madre le enseñó no a subir sino a caer. Saber caer, ésa es la cuestión. Saber caer, como saber perder o saber respirar. Llegado el momento es la única garantía para no romperte, por dentro y por fuera. A eso se le llama flexibilidad. Y nos vale para salvaguardar las vértebras y el carácter. Recuerden -sin salirnos del mundo del circo y las variedades- a Buster Keaton. Lo primero que aprendió fue a caer, también de niño, en los teatros. A caer de mil maneras, sobre cualquier parte de su cuerpo. Por eso luego no se quebró nunca en las películas. Lo de Keaton es que no tenía nombre. De hecho, se lo pusieron: «What a buster!» («¡Qué golpetazo!») exclamó un tipo cuando lo vio caerse en un escenario. El tipo era Houdini, otro bala perdida, siempre esposado o sumergido o colgado.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.