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¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? 300.000 a nivel mundial; España, cerca de 30.000; La Rioja, 350; cementerio global de muertos con un misterioso virus como parte de defunción. Tampoco es para tanto si revisamos la historia desde que lanzó ese zasca ... Pablo de Tarso a los corintios. Es un constante lamento, una acusación contra nadie, la manifestación del desprecio percibido ante el dolor que cada hombre, cada mujer se traga mientras el cuerpo aguante. La vida también es un misterio: se nace, se crece, se goza, se sufre, y se muere. La muerte sólo se muere. Es la palabra más rotunda, tajante, sin matices, única e irreversible en cualquier idioma, quintaesencia de la soledad. Punto y final.
Múltiples creencias eluden este morir. Si se cumplen sus fases y se siguen sus normas llega la resurrección, la gran victoria. La fe y el sentido de transcendencia son tan respetables como ajenos a lógicas y ciencias. El que cree en dios y el que no cree tienen la misma razón: ninguna. La fe es un don, un regalo del que disfrutan sus fieles sin que su voluntad incida. Y, como todos los dones y riquezas, se reparte malamente: unos mucho; otros, nada.
El ser humano desaparece con la muerte. La muerte no se entiende. La consciencia de la persona asume la ausencia de frío, de calor, de alimento, de risa, de compañía, de amor, de vecinos. Lo que no cabe en la cabeza es la ausencia de sí mismo. El no ser llena muchas bibliotecas, pero da poco respiro y menor consuelo. Los campos de sangre, los páramos de dolencias consumadas son inabarcables, inconectables, ningún testigo coge el hilo, nadie contesta ni reclama.
Bacterias, virus y demás bichos, amigos y enemigos, habitan esta tierra desde un siempre anterior a la historia humana. Y aunque en la batalla entender al enemigo es traición ¿concede el animalismo alguna consciencia a este ser pretendidamente irracional del daño que provoca en la especie en la que se aloja, sobredosificada de racionalidad, consciencia y miedo? Quizá el bichito gima con la misma aflicción que gime una sociedad gastronómica ante una mariscada. La misión del virus es infectar a su huésped, es su alimento, su vida. Y mata. El huésped racional también mata en busca de alimento y vida. La gran utopía, la coexistencia de la naturaleza plena, derechos humanos, derechos animales, la anhelada nación biológica, la reconquista del paraíso perdido, se hunde en la miseria. Se salta de pestes negras a pestes coronadas, se acumulan millones de conocimientos, de herramientas médicas, de costosísimos auxilios sociales, de profesionales que se juegan su ahora y su futuro y la victoria sigue obtusamente al otro lado.
Y sin elegías: la distancia social sustrae a quien agoniza su propia muerte, esa última mirada a su vital compañía, el último viaje en primera postergado al maletero.
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