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Ser víctima de una agresión sexual es de las peores cosas que le pueden pasar a una persona. Incluso si no llega a consumarse o ... si se trata de un abuso más liviano. Atenta contra lo más privado, lo más íntimo y deja una huella indeleble en quien la sufre, aunque llegue a superarla. Pero el recuerdo permanece.
Es lamentable que bajo el paraguas de la ley del 'solo sí es sí' las víctimas queden en un segundo plano para que Gobierno (por doble partida) y oposición se zurren sin piedad. Pero lo que ya es inaguantable es que se banalicen las agresiones sexuales y su trascendencia. Es lo que sucede con las denuncias que dicen haber interpuesto en Barcelona las mujeres que tuvieron relaciones sexuales con un individuo que presumía ser 'indepe-anarquista' pero luego se destapó como policía infiltrado.
Que las tácticas del agente sean de dudoso gusto (para él también, imagino) no implica que cometiera agresiones sexuales, como ellas claman, porque las engañó. «Si hubiera sabido que era policía, jamás me hubiera acostado con él», reivindican ellas sobre un supuesto vicio en el consentimiento (tan mentado ahora). Atribuir vicio (en nomenclatura jurídica) a estas mentiras supondría criminalizar como agresores a todos (hombres y mujeres) los que han engañado mucho o poco a sus parejas para llevárselas al huerto, para casarse o para evitar una ruptura. Casi nada.
El vicio en el consentimiento que menciona el Código Penal en los delitos sexuales no remite a ese tipo de engaños, ni mucho menos. Pero vaya usted a saber lo que terminan decidiendo esa caterva de jueces machistas (Belarra y Montero dixerunt) que tenemos por castigo, ¿no?
Ironías aparte, es necesaria una reflexión sosegada sobre la banalización hacia la que ciertos temas de máxima preocupación están derivando. Sobre todo, porque son las víctimas de verdad las que repiten sufrimiento. Y eso sí que es insoportable.
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