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Releo estos días la serie de artículos que bajo el título 'Los viñedos liberales' publicó don Álvaro Ruibal en La Vanguardiaen 1970. Precioso relato de sus paseos por pueblos de todas las riojas.
Ha coincidido la celebración de FITUR con la lectura del texto 'De ... viajeros y otras cosas' y que empieza así: «¿Es turística La Rioja? Debemos preguntar primero qué es un turista. Cavilo que turista es todo aquel que, interesado por cualquier particularidad de la vida de un pueblo, o por su historia, o por su arte, o por su tipismo, o por su culinaria, lo visita con curiosidad. El turista indaga, deambula por las calles viejas, se detiene ante las arquitecturas egregias, interroga a los labradores, registra paisajes y resulta, en el fondo, un colector de sensaciones. El turista no es necesariamente hombre de refinada cultura, y lo que le define es la visión errónea o acertada que aprende de un país. El turista es aquel que, ante el pueblo visitado, es capaz de tomar una posición».
Conviene considerar que cuando Ruibal escribe esto, apenas ha comenzado a gestarse el potente negocio del turismo. ¿Qué había antes? Viajeros.
No fue esta región frecuentada por los viajeros. Del camino a Tarazona hecho por Felipe II en 1592 da cuenta Enrique Cock y apunta algunos detalles del tránsito entre Santo Domingo y Viana. En el siglo XVIII todos bebemos de lo que dejó escrito el ilustrado Jovellanos. Los viajeros románticos apenas si dejaron referencias. Nunca fue esta zona, a desmano de las rutas importantes, una 'tierra de tránsito' para los viajeros.
Sigo leyendo al periodista: «Se ha iniciado, y al parecer bajo estupendos auspicios, un excursionismo que cabe calificar de vinícola. Se trata de ingleses que llegan en barco a Bilbao y de allí se trasladan a La Rioja con el propósito de visitar sus bodegas (...). He preguntado si este turismo vinatero beneficia a los bodegueros y me pareció notar un cierto escepticismo, aunque es posible que de retorno a su país alguno rememore la cata riojana y adquiera en una tienda unas botellas. No sé si esta amenidad se ha instaurado en España. Acaso tenga éxito».
Había entonces apenas sesenta bodegas de crianza y pocas abrían sus puertas al viajero. Al turista, menos. Falta medio siglo para que al sector vinatero llegue otro negocio.
Si por aquí no abundaron nunca los viajeros y en los años setenta tampoco los turistas, ¿qué había? «Por ahora, sospecho que La Rioja es simplemente un pueblo de veraneantes. ¿De dónde vienen los veraneantes? De Vasconia y especialmente de Bilbao», escribe don Álvaro. «Los vascos aparecen sentados en los cafés de las plazas, cubren las habitaciones de los hoteles, inundan los restaurantes e imprimen a las poblaciones estivales un reposado aspecto burgués. Las economías labriegas se refuerzan con alquileres y servidumbres que los graves forasteros abonan con generosidad. En la economía labradora de La Rioja, las aportaciones pecuniarias de los veraneantes arman un capítulo digno de valoración. Los vascos yantan, beben, compran, hacen excursiones y animan, sobre todo, las orillas del río mayor». Además, los vascos, sostiene Ruibal, «acuden a secarse las humedades cántabras».
La parte final del artículo se centra en el hospedaje y en la gastronomía. Repasa el viajero los hoteles que ha visitado en su recorrido por las dos orillas del Ebro, y concluye: «No me interesa la materia y solo por intuición presumo que la industria del ramo esta iniciando un proceso de crecida».
Para Ruibal, beber y comer eran cuestiones que no cabía descuidar. se hace eco de la fama gastronómica de La Rioja y escribe que «las comidas son sencillas y se elaboran manipulando los productos del país. Como los productos son de primera calidad, los yantares resultan exquisitos, aun dentro de la simplicidad. Una cocina de alta categoría que no es necesariamente complicada».
Disfrutó de los condumios preparados con los espárragos, pimientos, alcachofas, corderos serranos, embutidos y chacinas. Recuerda «unas vulgares pochas de Nájera a las que el añadido de una codorniz convierten en un plato antológico». Detalla los componentes de una menestra. Se relame recordando el pisto y el bacalao a la riojana, la gallina a la pepitoria que degustó en «La Baja Rioja» y el cordero asado, que para él se lleva la palma, y que «Terete, de Haro, presenta en fuentes de barro de Navarrete».
No se olvida de las piezas de caza (perdices escabechadas y en chocolate) y pesca, ni de las frutas frescas o confitadas. «Si a esta abundancia de materiales unimos los vinos de sus tres colores, caeremos en la cuenta de que no es fácil topar por la redondez de España con parejo panorama gastronómico. No es necesario repetir que estos yantares cabe consumirlos a precios razonables».
Cierra su texto don Álvaro con una corta referencia a lo que hoy se publicita como «patrimonio inmaterial» para la atracción turística: «Hay por La Rioja atractivas fiestas tradicionales y folclóricas, que el lector curioso encontrará reseñadas en publicaciones redactadas de cara al turismo. No he presenciado ninguno de estos festejos. No se me ocurre acercarme a un pueblo en fiestas».
Cavilo que ahora la gastronomía, los vinos y el turismo son cosas complejas que se escapan a mi mirada simple. E incluso que se ofrecen a veces, a precios poco razonables. Por eso se habla de turismo inteligente. Hay que serlo para descubrir lo que hay detrás de palabras como enópolis y enoturismo o del concepto Visit GastrOH!, contratar los servicios de un educador en vinos, apreciar la compleja simplicidad de una croqueta y convertir esta tierra que zapateó don Álvaro en un «lugar de cine».
El artículo de Ruibal termina describiendo la procesión de los disciplinantes de San Vicente de la Sonsierra: «Yo no he visto nunca este espectáculo atroz, pero me han contado lo que pasa: lo que pasa es sencillamente asombroso».
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