El vestido de novia
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Oh, más de treinta años siendo una bagatela en mi memoria. Olvidado. Solo fue para una promesa en un día de mayo, para un altar sobre lirios blancos, para un solo baile en la plaza con luna y sueño de una princesa, que una noche ... se escapó de un cuento.
Tiene campanadas, lluvia de azahar, caricias de arroz, burbujas de brindis enamorados. Tiene mis viejos veintitrés años.
Y cuando se apagaron las candilejas, me dejé caer sobre la cama con él aún puesto, demorando un momento el desvestirme, que no quería que se acabara su pequeña eternidad, que yo era una de esas muchachas chapadas a la antigua, de un tiempo en el que todas nacíamos con una diadema de princesa.
Y lo metí en una caja de cartón, le hice un sitio en el altillo de algún armario, para años después bajarlo al indigno resguardo de la oscuridad de un trastero. Hasta que al ver con Rubén 'El hilo invisible', la película de Thomas Anderson, en esa escena del vestido de novia colocado en el centro de la habitación, rodeado por un sinfín de costureras como si tuviera alma, con el célebre modisto Reynolds girando a su alrededor, buscándole hasta al contraluz su duende, tomándole el pulso con la mirada como un dios interrogando a su nueva criatura, validando su belleza, me dijo:
– ¿Y si rescatáramos del olvido y le dieras aire a ese precioso vestido tuyo de novia? Tenemos un descorazonado maniquí, y mucho sitio en la buhardilla, quedaría de cine mirándose en el espejo de pie; además, por las fotos, recuerdo era único, tenía áurea, y podrías verlo cuando quisieras y yo también, que al final solo somos recuerdos, que es el primer retazo luminoso de nuestra vida juntos.
Y lo encontré en el último recoveco del trastero, bajo una pila de cajas, tiritando de olvido. Y nerviosa lo saqué de su cárcel de cartón. Desperté a la apolillada bella durmiente de adentro. Ni se me ocurrió enfundármelo de nuevo, que una celebra también con sorna el cumpleaños de cada nueva talla.
Y tenía esa humedad amarilla de la ropa encerrada: salpicaba encaje y organza y enaguas plisadas de seda, y con la matriz de una lágrima ocre de una vena suya rota de tanto despecho, que le bajaba en meandros por la escarpada filigrana de la pechera...
Lo puse a remojo en un cuenco lleno de agua tibia con un puñado de sal, jabón suave, y el jugo de unos limones. Y lo tendí al mediodía en la terraza, al enjuague de los rayos de este melancólico y dulce sol de otoño.
Ahora reluce como aquel día de promesas con campanas y lirios blancos. Y al cruzarme con él, y sola, no siento ninguna herida del tiempo, no, que bastante tengo con un atormentado poeta en casa, que cuando mis largas cicatrices le rozan, aún me invita a bailar, aún me contagia, de nuevo, su blanca alegría de vivir.
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