Ya he confesado algún jueves que unas de mis secciones favoritas de este periódico es el 'Teléfono del lector' y su extensión ilustrada, 'La guindilla'. En la primera suelen repartirse felicitaciones y quejas; la segunda consiste siempre en una denuncia fotográfica. Y en ambas, la ... palabra que más repiten lectores indignados por los más variopintos motivos es «vergüenza», por supuesto ajena, es decir, la que se siente por lo que otros hacen o dejan de hacer.

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La lista de hechos o situaciones que, a juicio de los denunciantes, constituyen «una vergüenza», es infinita: desde la acumulación de hojas caídas en otoño hasta la baldosa medio suelta en la acera, pasando por el cambio de hora, la tardanza en obtener una cita o la conversión de funcionarios interinos en fijos.

Pero una de las cosas que más motiva a los lectores para elevar su queja telefónica o enviar su fotodenuncia es la guarrería de los espacios públicos. Raro es el día en que alguien no expresa su repulsa por lo sucios que están la calle, el camino o el parque, o que no se publica la foto de un contenedor rodeado de inmundicia, de una jiña perruna XXL, del albañal tras la quedada alcohólica juvenil o del vertedero ilegal afeando el ribazo. Con toda la razón, porque la degradación del medioambiente no solo es rechazable sino denunciable y hasta sancionable, aunque esto último rara vez suceda.

Ahora bien, me llama la atención que muchos ciudadanos avergonzados por la marranería pública culpen de ello a los ayuntamientos y sus servicios de limpieza, pero nunca a los empuercadores. Resulta que la vergüenza no es que la gente escupa, tire las cáscaras o la colilla, deje que su perro se mee o cague donde le venga en gana o se deshaga de sus desperdicios en marcha, sino que no vaya detrás de cada cerdo o cerda un guardia denunciándolo o un empleado municipal limpiándolo. Y esta lacra social no se ceba solo en espacios abiertos. Aliviar la tensión vesical en el retrete de un bar, un restaurante, una gasolinera o incluso en un teatro o museo, es una aventura escatológica que pone a prueba la capacidad humana de reprimir el vómito. Pues se conoce que los guarros tampoco son los usuarios de los servicios sino los propietarios del local, por estar más ocupados en atender la barra o las mesas que en limpiarlos.

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El colmo de la desfachatez incívica es un pasquín en el que los enguarradores de una pequeña zona recreativa junto al río reclamaban un contenedor, en lugar de llevarse consigo las latas, plásticos y restos de la merendola que abandonaron en el muladar junto a su letrerito. En los lugares civilizados no hay ni papeleras, porque cada cual se lleva su basura a casa, en lugar de dejarla tirada donde se genera, como aquí, que es una vergüenza.

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