La renuncia a citarse en un lugar neutral y físico ha provocado otro de los efectos más pandémicos de la pandemia (es una de las características de esta pandemia, el replicar rutinas, efectos colaterales o fenómenos dotados del mismo grado de viralidad; todo es pandémico ... alrededor de su corona... virus): la metáfora que inspiró Windows, la idea de las 'ventanas', ha pasado de ser un software a convertirse realmente en un patio, en un 'patio de atrás', el rear window, como titulara Alfred Hitchcock en 1954 su fábula sobre la naturaleza del espectador, conocida en España como La ventana indiscreta; un rear que cuando se pronuncia suena también a 'raro'. Y no es para menos. Hitchcock, recuerden, mostraba en aquella película la capacidad y estrategias que el individuo desarrolla para leer, inmiscuirse o inventar a partir de las 'ventanas' de los demás. Hablaba, en primera instancia (y estancia), del espectador de cine, claro, de su operativa y gestión de lo que ve, pero era perfectamente extensible a la erótica de la mirada, a lo que los psicoanalistas llaman la 'pulsión escópica'. No se olvide, por otro lado, igual de rear, que a mediados de los 50 (más tarde, aquí) comenzaba a instalarse en los hogares norteamericanos un nuevo electrodoméstico, el televisor, que iba abrir materialmente una ventana (pero también un agujero, una brecha, incluso una falla) en el 'salón de estar'; desde ese momento 'salón de ver': vidas propias y ajenas, reales o inventadas (inventadas o realimentadas en muchos casos por el propio espectador). Un aparato a través del cual se miraba, pero que –y esto se ha consumado, realities, etc...– también te miraba. El personaje, fotógrafo de profesión, que interpretaba James Stewart se pasaba todas las horas del día y de la noche (¿no les recuerda esto a ningún hábito actual de abuso de dispositivos?) pegado a la multipantalla de la vecindad, al otro lado del patio. A través del objetivo de su cámara, empleado como prismático, ampliaba detalles, curioseaba en las habitaciones ajenas y elaboraba su relato particular sobre lo que contemplaba en las windows de enfrente, que manejaba como un panel de control. Ese paño de pared que dispersaba su atención era, ni más ni menos, que el proyecto del mosaico audiovisual futuro –presente a estas alturas, si no desfasado–, de la fragmentación de la pantalla, de la polivisión y –en nuestra condición de vecinos y prójimos– de asalto 'a' o exposición 'de' la privacidad y del espacio doméstico. Luego, ordenadores y móviles han hecho saltar en mil añicos la pantalla única transformándola en un muro, en un puzzle, en un mercado global (ahora sí: el Gran Mercado del Mundo que imaginó Calderón de la Barca, lo que no uses véndelo, con una app) y en un infiltrado. La exigencia de la interrelación cautelar, vía pantalla de móvil u ordenador, ha excitado y multiplicado exponencialmente las 'ventanas', y nos ha convertido a cada uno de nosotros en el L. B. Jeffries de la mítica película, asistiendo desde un punto en una habitación de tu casa al espectáculo, en plano más o menos corto, de un punto en una habitación de otra casa, en otro patio. Y viceversa. Cada videoconferencia –término anticuado, como el de 'conferencia'– constituye una especie de película casera, indiscreción o voyeurismo. O una ronda de votación del Festival de Eurovisión, en la que cada corresponsal saluda desde su país. Impartes una clase on line y el alumno –o tú mismo– extiende la

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mantequilla sobre la tostada mientras se incorpora a la sesión. La tertuliana entra en el programa de televisión con las fotos de la boda y de sus hijos a su espalda. El ponente de un congreso, también en red, lleva una camiseta del pijama. O se ve el dosel de la cama del dormitorio de la persona que levanta la mano para intervenir. O un hijo entra en campo para pedirle algo. O interrumpe la intervención porque le llega un paquete de Amazon. Ya no se queda en tu casa o en la mía, se queda en las dos a la vez. Y ya, en fin, no existen los lugares.

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