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Leo un artículo de Ángel Sastre desde Kandahar (Afganistán) y no puedo sino relativizar los muchos problemas que nos desasosiegan en esta parte del mundo. No puedo sino recordar los versos de Calderón en 'La vida es sueño', que aprendimos de memoria y que siempre ... es útil recordar. Aquellos en los que el sabio se pregunta: «¿Habrá otro, entre si decía,/más pobre y triste que yo?» y «halló la respuesta, viendo/que otro sabio iba cogiendo/las hierbas que él arrojó». Pues sí, nuestros problemas son graves porque son los nuestros y los propios siempre se nos antojan más terribles que los del vecino, salvo cuando honestamente los comparamos. Exclamamos que no hay derecho a muchas de las cosas que pasan y nos pasan pero, al menos, tenemos derechos y, aunque las bolsas de pobreza también crecen alarmantemente entre nosotros, todavía no estamos a los niveles de las hambrunas e infortunios de gran parte del mundo.
Mientras vemos la tele o nos comemos un helado millones de niños sufren de desnutrición y sus madres ven rondar la muerte cada vez más cerca. La angustia y la preocupación con Ucrania ya se nos van pasando conforme vemos las repercusiones en nuestras economías. Mientras sufrimos nuestras propios problemas olvidamos los de los demás. Nos pasa a todos.
No es un mérito indignarse y enfadarse con las desgracias ajenas, pero peor es ignorar que existen y no reconocer que la dimensión de las mismas supera con creces las nuestras. Hace unos días conté como en el Afganistán de los talibanes los padres de hijos sanos venden sus órganos para sobrevivir. En Afganistán, los padres de Khalid vendieron uno de sus riñones por 3.500 dólares. En ese mismo país, lejano ya para nuestra frágil memoria, cuenta Ángel Sastre, en El País, cómo crece la venta de niñas para ser casadas con adultos. Vender a una hija para comer y pagar deudas es como comprar ganado en una feria. El hambre y la miseria han convertido la práctica en algo cada vez más frecuente. A Afasana, una niña de ocho años, que solo tiene los harapos que lleva puestos y que se peina el pelo con el barro para simular trenzas, la han vendido por 2.300 euros. Su padre, que perdió su trabajo al llegar los talibanes, ha cerrado el trato y cuenta que de los pretendientes que se presentaron a la subasta de su hija eligió al más joven. Afasana llora por las noches. Su padre confiesa que está triste pero le dice que todo irá bien, inshallah (si Dios quiere). Quizá comerán unos días pero pronto tendrán que vender a otra hija o mutilar los órganos de algún hijo. El cacique de la aldea cuenta al periodista, mostrando a un recién nacido de 14 días, que su destino ya está cerrado como el de otro grupo de menores que están a la venta. Que la inflación crezca es una putada pero que lo haga la deshumanización, una indignidad.
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