Las urnas de nunca acabar

El personaje del año ha sido una caja poliédrica, con la piel de cristal fino y una ranura en su cara superior. Esa urna ante la que los electores hemos sido convocados con una intensidad desaforada que ha mutado la excepcionalidad de los comicios en ... una rutina de retrogusto amargo. ¿A qué hay que votar hoy? ¿Quién es el candidato de quién? Elegir una papeleta se ha convertido en el problema buscando la solución de la gobernabilidad, mientras los políticos incapaces han preferido culpar al empedrado en vez de reconocer su propio demérito. Y lo que resulta más frustrante: deshacer el terrón de las promesas apretándolo fuerte entre las manos para justificar lo que antes de cada escrutinio parecía inmutable. Fue hace tan poco tiempo que se antoja una eternidad. El bipartidismo saltó por los aires y el pluralismo se avino como la poción mágica para una democracia menos tóxica. Todas las voces en hemiciclos corales. El resultado es un guirigay desafinado, a veces chirriante, donde la diversidad no ha desfigurado los bloques pero ha hecho mucho más complejo adoptar decisiones simples. La democracia roza el individualismo y la política se emborracha de marketing. Un solo escaño ha alcanzado proporciones descomunales, decisivas, y su poseedor ha encontrado en esa facultad de dar al botón rojo o presionar el verde, un placer que no tiene precio. O sí. Porque creen que se les vota a ellos, no a un proyecto. Porque he visto concesiones que vosotros no creeríais; pactar carteras fatuas y golosos presupuestos más allá de Orion... Pero todos esos momentos no se perderán, porque el paradigma ha cambiado y las siglas (esa antigualla tan rancia) se han devaluado en favor de plataformas, coaliciones, corrientes y egos que ya no caben en urnas aturdidas de tanto ir y venir, de tanto ser cortejadas para luego esquivar.