Escribo este Ojo el miércoles, más 'de buey' que nunca, por ser el de las puertas que daban a las plateas de los cines. Me acaba de comunicar su nieto Samuel que Lucas Gutiérrez ha fallecido. Con casi un siglo. 'Luquitas', como lo llamaba él. ... Y añadía: «Está desde hace unos minutos con sus amados Chaplin, Bogart y compañía», por los que Lucas, claro, había hecho tanto, desde mil y una cabinas de proyección, al pie de cualquier aparato que, de los ocho a los setenta milímetros pasando por los dieciséis (su favorito), lanzara un haz de luz vibrante sobre una pantalla, o lienzo o pared. El cine, vaya. Lucas lo vivía con profesionalidad, pundonor y amor. Era su vida, lo suyo. 'Lo de Lucas', como familiarmente llamaba mi padre a 'Radioluz', el mítico establecimiento de Avenida de Portugal, cuyo escaparate era –sobre todo para el niño que como yo se comía con los ojos cada aparato de los expuestos– un festival de las nuevas tecnologías, cuando éstas ni existían. Como mucho en Alemania, patria del Telefunken, palabra mágica que venía a significar transmisión de las chispas. Las de los rayos catódicos de la televisión, o las que levantaban los polos opuestos de los carbones CLAT al tocarse en la linterna del proyector.

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Con todo tipo de chispas se trató 'Luquitas', quien no solamente 'daba' cine –'dar cine', no hay expresión más gráfica de la generosidad– sino que mantenía con la maquinaria que lo hacía posible un diálogo y una relación personal, pues reinventó muchos de los proyectores con los que estuvo de 'ambulante', dando cine donde se lo pedían, y llegó a montar en un bajo de Guillén de Brocar –sí, el de la imprenta anterior a la cinematográfica– un almacén, o mejor laboratorio, o mejor hospital: de piezas, repuestos, pantallas, latas de películas y recuerdos. Todo perfectamente ordenado. Y vivo. Porque cuando te acercabas a la puerta, ya desde la calle podías oír la película que Lucas (se) estaba pasando o repasando. Por comprobar el estado de la máquina o el de las cintas. Y así todos los días, en doble programa de mañana y tarde. Y atendía (y resolvía) cualquier problema o consulta que se le pudiera plantear sobre la bombilla o la lente o la plaquita más imposible de encontrar, todo material fuera del mercado desde... pues sí, desde Bogart o Chaplin y compañía. A Lucas, lo veías inspeccionando la circulación de una cinta por la ventanilla y el obturador giratorio y parecía un Ramón y Cajal; lo veías, ufano, al lado de uno de sus maravillosos proyectores de 16 –el de los colegios, plazas, residencias, salones parroquiales, un todo terreno– y era un centauro: mitad proyector, mitad Lucas. Así que no es extraño que Samuel le dijera el otro día que le iba a plantar un par de proyectores de los suyos buenos a los pies de la cama, como dos angelotes de dosel, para que los viera en funcionamiento, y escuchara el rumor de la película pasando por los piñones y el ruidillo del motor. Esa fue la banda sonora de su vida. Y en fin, o sea, the end, que así resumía yo, en la revista El Péndulo, en 2001, a mi querido amigo, maestro y jefe de cabina Lucas, el último de la estirpe de aquellos que tocaron la piel original del cine, y la traslucieron: «Para mí, Lucas Gutiérrez es el Lucas más importante de la historia del cine, por encima de George Lucas o del pato del mismo nombre». Cómo es la vida. Hoy mismo, a primera hora de la mañana, antes de tener noticia del desenlace, me ha dado, no sé, por reabrir la agenda del 2020, que tenía arrestada desde marzo, y lo primero que me ha aparecido es la hojita de cuaderno en la que mi padre, amigo suyo desde los tiempos Telefunken, me anotó un día su teléfono y las horas a las que lo encontraría en el 'laboratorio'; hojita que yo iba pasando de agenda en agenda y de año en año. Pues así de sincrónicamente se ha cerrado el círculo. Voltaico.

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