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Tras casi siete meses de culebrón, el cierre de la compra de Twitter por parte de Elon Musk por 44.000 millones de dólares evita al hombre más rico del planeta un previsible revés judicial por incumplimiento de contrato, pero no despeja el futuro de ... la compañía. El magnate se ha comprometido a hacer de la red social una plaza en la que sea posible «debatir de forma sana» y no «un pozo infernal donde todo puede decirse sin consecuencias». Por supuesto, no ha aclarado cómo. Mientras, pretende ingenuamente hacer creer que con esta operación no aspira a ganar dinero, sino a «ayudar a la humanidad». La libertad de expresión, de la que Musk se proclama un «absolutista» defensor, no puede confundirse con una puerta abierta a la masiva difusión de noticias falsas, amenazas, mensajes de odio y acoso o insultos como los que circulan a diario por Twitter. Está por ver la forma en la que compatibiliza el respeto a ella con la readmisión de expulsados como Donald Trump y con la anunciada política de moderación más laxa. Y cómo hace rentable la cuantiosa inversión en una red social en aparente declive. «El pájaro está liberado», tuiteó tras la compra. El tiempo dirá lo que eso significa realmente.
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