El yayo Tasio tiene médico. Por fin ha llegado el día de la consulta con el especialista que cuando se la dieron, hace ahora varias eternidades y una pandemia, nunca creyó que llegaría. Como ese regalo que se promete a los niños remitido a cuando ... sean mayores y el tiempo resulta una infancia perenne. El abuelo está tan excitado por comprobar que sigue vivo para llegar a la cita como de pisar el hospital. Casi ha olvidado la última vez que entró en uno. Afortunadamente, porque siempre le ha dado alergia la luz fluorescente de los pasillos, el regusto a antibiótico en el paladar, las gotas cayendo de la bolsa de suero. Y más aún con el COVID. Esto es otra cosa. Parte de la rutina. Un simple chequeo. La ITV de su esqueleto que requiere una radiografía previa. Y allí está Tasio, dispuesto a que le hagan una placa de sus castigados huesos pasando por un protocolo desconocido. El volante de toda la vida es ahora un papelito que escupe una máquina en el vestíbulo al mostrar la tarjeta sanitaria. Magia blanca con una dirección que le dirige a la sala de espera donde va gestándose una cábala de cifras y números que indican el turno. Las combinaciones mutan a golpe de gong. A Tasio se le atraganta. Como al resto de abuelos que esperan con él, sentados todos frente a la pantalla viendo cómo se suceden a la velocidad de rayo claves alfanuméricas que abren y cierran la puerta del radiólogo. Tensos, expectantes, con un ojo puesto en el monitor y el otro en el papelito que aprietan con fuerza. Todos a la espera de que la ecuación de su tiquet sea la que sale tras el cristal azul que cuelga de la pared. F3A, cabina 9. R29, cabina 10. A7N, cabina 8. Para cuando el yayo certifica que su recibo no casa con la referencia de la pantalla sale una nueva. Y otra. Y una más. Su compañero da un brinco, alza el tiquet como el que blande un boleto de lotería premiado y franquea la puerta del radiólogo con una sonrisa de triunfo. Seguro que se ha colado, musita Tasio enfermo de envidia.

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