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No hubo truco alguno en la triste noche logroñesa de difuntos de este despiadado 2020. Las imágenes que todos contemplamos en nuestras pantallas, difundidas en un parpadeo, confirman que la revolución de nuestro tiempo no será televisada, como profetizaba en 1971 Gil Scott-Heron según ... esa frase que cierta notoriedad alcanzó: la revolución (o este sucedáneo que nos toca vivir) será tuiteada. Y nuestros noqueados ojos la presenciarán como asistieron el sábado en directo, sin filtros, al imperio de la violencia, promovida por esos pescadores cuyas ganancias se nutren de los ríos revueltos de la agitación. Que estaban identificados pero que gozan de la impunidad que concede el sistema democrático a quienes lo cuestionan, esa paradoja que nos hace más fuertes como ciudadanos pero envalentona a quien no sabe distinguir entre generosidad y debilidad.
Y no hubo trato. Que no otra cosa es nuestro modelo de convivencia, basado en el trueque: cada cual cede una parte de su soberanía para extraer un beneficio que es individual y también colectivo. La frágil garantía de un sistema de valores compartido, donde no se niegue por sistema la razón al vecino y se identifique en su discurso una manera de completar el pensamiento propio. Se llama contrato social, nos diferencia del resto de especies animales y la crisis del coronavirus ha desnudado sus carencias: late de fondo una crisis de orden superior, la que cuestiona nuestros principios y valores. Que enferman si no son generalizados.
Pensar que detrás de los violentos actos de la noche del sábado se ocultan los llamados menas, como sugiere Vox, incendia nuestra salud democrática. En La Rioja, hay apenas una decena de menores en esa condición: una cifra escuálida, superior sin embargo en número al total de neuronas disponibles de quienes propagan semejante infamia. Pensar no obstante que el conjunto de la clase política es inocente y no ayuda con sus ocurrencias a echar gasolina a la hoguera sería tan ingenuo como peligroso. La imagen de un presidente que no juzga oportuno defender el estado de alarma que acaba de decretar forzando las costuras de su encaje jurídico y huye del escaño sin gallardía alguna simboliza el nulo sentido del deber que caracteriza a nuestros gobernantes. Dejar en sus exclusivas manos el cuidado de la democracia sería otra irresponsabilidad más grave, el pecado en el que no puede incurrir la ciudadanía: pensar que somos igual que quienes nos dirigen. Y entonces la vergüenza no sería ajena, sino propia.
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