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Será producto de la pandemia, si es que no lo era ya de aquello tan manido de la incomunicación del hombre moderno en la época de las comunicaciones, pero el respetable se desborda torrencialmente en cuanto se te ocurre preguntar qué tal va todo. Incluso ... si no le preguntas, incluso si no le conoces. Como en aquel viejo chiste de «revele su rollo».
Perdidos en la Marina Alta, nos sentamos en una terraza. Hace un viento frío que nos obliga a sustituir la copa helada por un café que nos caliente el cuerpo. Al tiempo que removemos el azúcar, se nos acerca un tipo que barre el suelo. Se queda de pie a nuestro lado, apoyado en la escoba.
Dice: «Yo es que antes era trompetista, ¿sabe usted?». Mueve los dedos sobre el palo de la escoba. Dice: «Iba de pequeño a que un señor me enseñara a tocar, pero yo me aburría y me ponía a asar mosquitos en las paredes». Dice: «Aprendí por mi cuenta y acabé en una orquesta muy buena, muy buena, y nos hacíamos la costa mediterránea: Cadaqués, Tossa de Mar, Denia, Finestrat...». Enumera pueblos mirando hacia arriba cuando, en realidad, mira hacia atrás. Dice: «Ahora ya no puedo tocar porque tengo la boca fatal». La abre y enseña cuatro dientes bailándole en las encías. Dice: «Beber no bebía porque con el whisky tienes que mear, pero con los porros no».
Dice: «¿De dónde son?». Dice «¡Ah!, sí, esa zona la conozco. Muy bonita, también». De repente, como fulminado por un rayo, se calla. Cierra los ojos. Los abre. Vuelve en sí. Dice: «Bueno, pues sigo con lo mío, que todavía me queda. Hasta más ver». Continúa barriendo calle abajo, acariciando la escoba como si fuera una trompeta. El café se ha quedado frío, y a mí me han entrado ganas de escuchar a Chet Baker.
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