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A llí seguían, arrumbadas en el mismo rincón del trastero donde habían quedado varadas hace dos años. Después de la última escapada las habíamos vaciado y guardado en su hueco de siempre hasta el próximo viaje. Las tres maletas permanecían alineadas en la balda más ... alta, al lado de una enorme caja donde conservamos una vajilla que ya no recuerdo quién nos regaló y jamás hemos usado. Llevaban tanto tiempo sin ser reclamadas que acumulaban una generosa capa de polvo. Me pregunté si se preguntarían por qué no se habían movido de la estantería durante tanto tiempo. Si pensaban que nos habíamos olvidado de ellas, si temían que su vida útil estaba agotada y las habíamos sustituido por otras maletas con menos rozaduras, con más espacio para llevar todas esas cosas inútiles que parecen imprescindibles cuando sales de casa. Podría haberles informado de que la culpa no era suya, sino del confinamiento que nos encerró igual que a ellas. La pandemia que bloqueó las fronteras a la espera de que la curva de infectados descendiera y la vacuna se extendiera. El momento de recuperarlas había llegado, y con él las dudas de qué meter dentro. Hacía tantos meses que no llenaba una maleta que había olvidado cómo hacerlo. Cuántos bañadores coger, de qué manera encajar todo sin que el cierre de la cremallera estallara. Mientras mi memoria recuperaba aquel ritual subían los contagios. Visualicé unas vacaciones obsesionado con mascarillas, toses, geles y distancias y devolví a las tres maletas al mismo lugar donde, a este paso, aún no sé si algún día las podré rescatar.
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