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De joven yo tuve una época barroca y me hice muy tremendista. Me gustaban los cuadros de Valdés Leal, con todos esos esqueletos que nos advertían de la fugacidad de la vida, y también los lienzos de Caravaggio, que vestía a las putas de vírgenes ... y las colocaba en violentas escenas de feroces claroscuros. Cuando me ponía a escribir cuentos me salían inevitablemente narraciones descabelladas que acababan en orgías sanguinolentas y en las que usaba muchas palabras esdrújulas e inapelables. Aquello era el Pascual Duarte rodado por Álex de la Iglesia.
Luego se me pasó el sarampión y hoy no puedo releer esos párrafos sin sentir el escalofrío de la vergüenza. Qué tío más brasas era, qué solemne, qué aburrido. Entre eso y lo tímido que era no me extraña que ligara menos que el archivero del Vaticano. Más tarde comprendí que el humor era la salvación de los feos y probablemente de la especie humana en su conjunto.
Quizá por eso me produce una cierta ternura ver a estos activistas que se pegan a las Majas o echan sopa de tomate a un Van Gogh: hace falta ser un iluminado muy enfático, más incluso de lo que yo lo era, para pretender que tu performance no solo es necesaria y está justificada, sino que va a tener algún impacto positivo en la lucha contra el cambio climático. Lo peor del tremendismo es que no conoce medida y ante la enormidad de la causa todo se le hace poco. No me extrañaría que en la próxima reunión de activistas enfebrecidos alguien proponga sacrificar bebés en lo alto de una pirámide maya. Sería un negocio redondo: no solo conseguiríamos grandes titulares, sino que además nos ahorraríamos dos o tres huellas de carbono.
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