En esta época nuestra todo se ha vuelto líquido y engañoso, como si habitásemos en un sueño y las cosas hubieran perdido para siempre sus contornos definidos e inapelables. Antes, por ejemplo, uno podía señalar las dictaduras sin temor a equivocarse. Llegaba un militar vestido ... de militar y con fusiles de militar, montado militarmente en un tanque militar y ahí no había engaño posible. Todo sucedía con una gran coherencia. El fulano daba un golpe de estado, se cepillaba a todos sus rivales y empezaba a dar órdenes como si el país entero se hubiera convertido en un cuartel. No hace falta señalar casos remotos del África subsahariana: aquí mismo hubo un dictador sanguinario que mandó durante cuarenta años y que –conviene recordarlo– se murió tumbadito en su camita, con su camisita y su canesú. Entre todos los millones de antifranquistas que al parecer había entonces en España, solo uno, el marqués de Villaverde –a la sazón su yerno y su médico–, supuso una amenaza real para su vida.
Publicidad
Ahora, sin embargo, ese tipo de dictadores coriáceos e incontestables solo quedan ya en unos pocos países. Uno casi agradece la claridad con la que se conduce Kim Jong Un por el mundo, sin dar lugar a equívocos y sin tratar de añadir adjetivos cada vez más chocantes al sustantivo «democracia». Kim Jong Un es un dictador como dios manda, hijo y nieto de dictadores. Ahí tenemos a un tipo lingüísticamente irreprochable.
Las definiciones se vuelven mucho más engorrosas con esos regímenes de camuflaje, tipo Venezuela, Rusia o Nicaragua, en donde hay elecciones frecuentes que curiosamente siempre ganan los mismos y cuyos líderes opositores tienen la lamentable costumbre de acabar en la cárcel o bebiendo chupitos de polonio en las cafeterías de los aeropuertos. Según a quien oigas, Maduro y Putin son demócratas pata negra y gente profundamente respetuosa con las minorías, lo que pasa es que hay mucho envidioso por el mundo y mucho tocapelotas que está mejor entre rejas.
Esta volubilidad del lenguaje ha acabado afectando también a la palabra «tránsfuga». Antes resultaba muy fácil identificarlos: uno era del PSOE, se pasaba al PP y se compraba un chalé. Eran incuestionablemente tránsfugas. Acuérdense del tamayazo. Ahora, sin embargo, todo resulta borroso e impreciso. Tomemos el caso reciente de los dos concejales de Logroño que eran de Ciudadanos, María Luisa Bermejo y Javier Garijo.
Cuando se dieron de baja del partido naranja, se quedaron con el acta. Estaban ambos en su derecho legal, aunque esas cosas siempre huelen un poco mal. Si no hubieran venido a regenerar la vida política española, habríamos pensado que solo querían el carguito y el sueldete. Quedaron de este modo en el limbo municipal, como ediles «no adscritos» dispuestos a cualquier cosa, aunque siempre en beneficio, cómo no, de la ciudad a la que tanto aman. Este miércoles, Garijo y Bermejo han votado a favor del presupuesto municipal y en contra de la opinión del partido por el que fueron elegidos. ¿Acaso no les convierte eso en tránsfugas, al menos por un día?
Publicidad
Peste de política líquida, con lo claritas que estaban antes las cosas.
¡Oferta 136 Aniversario!
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.