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Este periodo de inestabilidad abierto tras las elecciones de diciembre de 2015, y ulterior dificultad para formar un Gobierno estable, se ha enmarañado con la cuestión de la memoria histórica, que todavía debe resolver un hito trascendente, como es la exhumación de Franco de su ... túmulo actual y su inhumación discreta en un lugar digno que no implique la exaltación de su memoria.
La reconsideración del Valle de los Caídos no es un asunto banal, ya que, junto al rescate y entierro digno de los desaparecidos que todavía yacen en las cunetas de nuestras carreteras, debe representar el cierre de la Guerra Civil, algo todavía no conseguido completamente.
Y para lograrlo, deberíamos mirarnos en el ejemplo alemán, distante pero no distinto: allí, gran parte de la sociedad cometió un genocidio durante la Segunda Guerra Mundial; aquí, toda la sociedad española, dividida en dos mitades, se destrozó brutalmente.
En ambos casos hay toda una gradación de responsabilidades (no todo el mundo tiene la misma culpa), pero lo cierto es que las generaciones actuales son hijas de una brutalidad que debemos racionalizar, primero; asumir, después, y archivar para seguir viviendo en paz y en libertad, en última instancia.
Explicaba recientemente el maestro José Álvarez Junco la evolución de la 'memoria' alemana: tras 1945, Konrad Adenauer negaba radicalmente cualquier colaboración de la población con el nazismo, a la vez que integraba a los cuadros del NSDAP (el partido nacionalsocialista) entre las elites de la nueva República Federal.
Ya en los sesenta, la rebelión universitaria y la libertad sexual facilitaron la denuncia del pasado nazi, que planeaba sobre todos los alemanes, no sólo sobre quienes habían vestido uniforme o colaborado con los activistas. Y en los años ochenta -explica el historiador español- estalló la disputa de los historiadores, o 'Historikerstreit': mientras los conservadores (Ernst Nolte) decían que el nazismo fue un extravío acotado de un grupo de criminales, Habermas y los historiadores 'sociales' consideraban las tragedias del siglo XX como culminación del Sonderweg, o «camino excepcional» alemán, «dominado desde Bismarck por un nacionalismo beligerante».
Quizá sea hora de reconocer que en España el estallido de 1936, un golpe de Estado militar no muy diferente en el fondo del golpe de Estado parlamentario que llevó al nazismo al poder, no fue obra de un grupo de iluminados sino la culminación de nuestro particular «camino excepcional», la antigua, dura y constante confrontación de dos Españas que adquirió toda su intensidad durante el bienintencionado pero fallido experimento republicano.
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