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(1) José Luis Cuerda: «Y a ver si haces algo por la humanidad y dejas de vaguear», me reclamaba siempre Cuerda, para cerrar la conversación. La última vez hace un año y pico, cuando me llamó para contarme la película que se disponía a ... rodar, la de la casa, Tiempo después. Él, desde luego, no paraba de afanarse en mejorar esta especie autóctona que llamamos la humanidad, para entendernos. Ya fuera haciendo fotogramas, Ribeiro o humor; ese humor -decía él, en el prologuito a su guion de La marrana- «usado como gatera para soltar por ella las cosas que vistas, oídas o soñadas, tengo que quitarme de encima para que no me pudran el hígado. Si no, me daría un tiro»; ya fuera, en fin, haciéndose albaceteño de Gomáriz. La marrana (1992), por cierto, una de las cumbres de la picaresca del siglo XX ambientada en el verano de 1492, «un año muy movido» (cito del guion), con Resines y Landa tirando de una marrana robada, cervantina y metafórica (sin menosprecio de lo puramente gorrino). Merecería que existiera también una hermandad de marranistas, como la hay -y tan extendida- de amanecistas. Cuerda existió, pero podría haber sido un escritor anónimo, de varios de nuestros siglos, todos seguidos, como el del Lazarillo o el del Quijote apócrifo, escribiendo y labrando desde una casa de aperos con lagar enclavada en un punto a saber de las Españas que se van sucediendo. Pues un día me llama Cuerda, a la hora de comer, y me tiene más de media hora al móvil contándome Tiempo después, personaje por personaje y tranco por tranco. Él mismo estaba asustado del sindiós que iba a montar. Yo me partía. De hecho, luego ya no quise ver la película en su ser porque no iba a mejorar el relato que, de viva voz, me había hecho Cuerda; me quedo con eso. Y como nieto de 'taranes' autoleños que soy, me hubiera gustado, de no morirse, porque ahora ya es tontería, enviarle el diccionario catón que acaba de publicar Víctor Ruiz Soldevilla, en el que Cuerda hubiera encontrado neologismos para crear nuevas civilizaciones, varios díjulos, palabros o abogaciones; perlas léxicas del tipo 'zanaurio' o 'regloto'. Pero a lo que voy, que José Luis Cuerda sí que fue un gran paso para la humanidad y no lo de pisar la luna, que ni siquiera se llevaron los cosmonautas un pata negra para hocicar y dar con la trufa selenita, que eso sí hubiera sido un triunfo, mira. Y lo demás, 'perditiempos' (catonada). Nosotros vagueamos, José Luis, y solo tú obras.
(2) Kirk Douglas: «¿Usted sabe quién era Kirk Douglas?», preguntan los de una televisión -unos chavales- a los que andamos a media mañana del jueves por Preciados, habitual coto de caza de reporteros cámara en ristre. Y me pillan. No hubiera respondido de no tratarse de Kirk Douglas: «¿Qué si sé quién era Kirk Douglas? Me alegro que me hagáis esta pregunta, chicos. Cómo no lo voy a saber si fue el primer rostro que yo vi en una pantalla de cine, en una pantalla enorme, que iba de lado de lado de un cine de mi pueblo que estaba encajado en una muralla medieval y asomado al río Ebro, ¿sabéis cómo os digo? Yo tenía seis años. No lo voy a saber: Kirk Douglas. Salía sobre esa pantalla de cinemascope, sonriente, descarado y fanfarrón, haciendo de marinero pendenciero y mujeriego, del brazo de dos chicas de saloon de una ciudad portuaria del Great Western. Llevaba una gorra, una camiseta con rayas rojas y una chaqueta como de ante, sucia del salitre y de las tabernas. Se llamaba Ned, Ned Land. Land significa tierra, pero él vivía sobre y debajo del mar, tocando el ukelele mientras una foca le hacía palmas. Y le salvaría la vida al Capitán Nemo, a brazo partido contra un pulpo mecánico. Pero eso ya venía después en la película. De entrada, Kirk Douglas aparecía y le espetaba en la calle a un tipo, otro borrachuzo, de los que alarmaban a las tripulaciones acerca de los extraños sucesos que estaban acaeciendo en el océano: «Tú también has resoplado bastante, viejo parlanchín. Soy arponero de oficio y me interesan los monstruos, ¡todos los monstruos!». Lo de ¡todos los monstruos! no se me olvidaría ya nunca. De las primeras cosas que me impresionaron en mi infancia, solo de escucharlas. A continuación, a Ned Land, a Douglas, le metían un bastonazo en la cabeza, por bocas, y mordía el barro. Y al poco, se vería enrolado -y yo con él- en veinte mil leguas de un viaje submarino, y asistiría a un entierro en un cementerio cubierto de coral. Y fumaría puros de algas. Que si conozco a Kirk Douglas, chicos. Aguantó tanto Kirk Douglas que con el tiempo llegó a parecer el hijo de su hijo Michael...». Pero que todo esto lo cortarían luego, supongo. De hecho creo que se fueron antes de que yo terminara de hablar. Un perditiempos.
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