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Ahora no se oye toser como antes. Ni estornudar. Va a ser en esto en lo que íbamos a cambiar a mejor con la pandemia, que decían. Viendo el Pinocho de Garrone no conté ni una tos. Cierto es que tampoco sumaban demasiados espectadores en ... la sala. Pero toses, ni una. Lo notó también Juan Echanove cuando volvió a las tablas con la del matarile a Trujillo (próximamente en esta plaza). «Los móviles suenan, pero no tanto; y toses las hay, pero no tan sonoras», se congratuló. Como para alardes estamos. Ahora carraspeas levemente en la compra cuando pasas por donde las cámaras frigoríficas, ese pasillo que es como la Antártida del híper, y se te queda mirando amenazante una madre que anda buscando yogures de níspero, muy buenos para la celulitis. Si toses te saca tarjeta amarilla el vigilante. Y un estornudo procaz, despreocupado, de los de antes, te lleva a la puerta. O al linchamiento. Queda demostrado, no obstante, que llevamos 21 siglos tosiendo por encima de nuestras necesidades.
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