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En el libro 'Creía que mi padre era Dios' Paul Auster cuenta la historia de unos chicos que alquilaron una casa por la que habían pasado durante años incontables estudiantes. El caso es que los propietarios habían ido guardando las cartas que aún seguían llegando ... a los anteriores inquilinos y estos chicos mantuvieron la costumbre: «El montón de cartas era enorme. Las guardábamos en una bolsa de papel inmensa en el descansillo del segundo piso. Allí dentro había cartas, facturas y todo tipo de porquería dirigida, por lo menos, a ocho personas diferentes». Quiero pensar que es una historia real, porque Paul Auster se las pedía a los oyentes del programa de radio en el que colaboraba para la emisora NPR, y yo me acuerdo de esos chavales y su montón de papeles cada mañana cuando llego a la redacción y veo mi mesa de trabajo. Mi mesa es un desastre de libros, carpetas, recortes de periódico y objetos disparatados que se han instalado en montones que no paran de crecer, estalagmitas de papel que aumentan milímetro a milímetro en silencio y a traición con cada folio nuevo que se va posando ahí. Tiro cosas pero hay otras que guardo sin saber muy bien por qué, como los chicos del relato de Paul Auster. Hay un paquete de pilas, una taza, DVDs, cuadernos, un par de acreditaciones de prensa y en la cima de uno de esos torreones de papel descansa una careta protectora anti-COVID de las que repartieron al principio y que parece una máscara de soldador de plástico.

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larioja Torreones