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Obviamente, estos días no voy a ver al yayo Tasio. Porque las autoridades sanitarias lo desaconsejan, pero sobre todo porque es duro como el pedernal y si de joven ganó a la miseria y la ignominia sé qué ningún virus va a poder derrotarle de ... viejo. El confinamiento es además para el abuelo parte de su ser. Mucho antes de que se decretara el estado de alarma, Tasio ya vivía semiaislado por propia voluntad. Su carácter noble pero huraño nunca ha sido muy compatible con el resto de la humanidad, así que desde que tengo uso de razón lo ubico solo en su casa, pertrechado de víveres (él nunca les llama alimentos) y lo mínimo que precisa la austeridad que lleva de serie. Aún así, no me resisto a llamarlo para recordar su voz seca y sin complacencias. Mi sorpresa cuando responde es que le noto alicaído. Hasta intuyo sus ojos algo llorosos al otro lado del auricular. La buena noticia es que su desazón nada tiene que ver con la salud, sino con su conciencia. La que ahora, cuando ve cómo se esfuerzan los que se exponen a la enfermedad para que los demás no nos expongamos, le remuerde por aquel mal gesto que tuvo un día con la cajera del supermercado que sin darse cuenta le cobró de más. El desplante que hizo a un barrendero que le mojó los pies con la manguera una mañana que madrugó, o el bocinazo que le pegó al médico una noche que le acompañé a urgencias y tuvimos que esperar horas a que nos atendieran. ¿Puedes hacer algo?, me suplica. Le prometo que hoy escribiré una columna para resarcirles a todos ellos con una condición: que yo pueda también hacer suyo el perdón pasado y el agradecimiento presente.
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