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Esta era una parejita de novios que llegan vírgenes al matrimonio (si será viejo el chiste) y la noche de bodas a ella le da cosa consumar, así que, pretextando cansancio, le pide al mozo que se espere al día siguiente. Llegado el momento, él ... lo intenta de nuevo, pero a ella le duele la cabeza, así que a dormir. La tercera noche ni estaba cansada ni le dolía nada, pero, sencillamente, no se sentía preparada. Ante la insistencia del chico, como a ella le daba apuro verbalizar el «no es no» y él se frustraba cada vez que tenía que envainársela, la chica le propuso el siguiente código: cuando nos acostemos te cogeré de la orejita y si me apetece te daré un tironcito y, si no, dos. Él accedió y noche tras noche esperó pacientemente el tironcito único, que nunca se producía, hasta que planteó la siguiente contrapropuesta: cuando nos acostemos me cogerás de la colita y si te apetece me das un tironcito y, si no, doscientos.
Rescato este chiste antediluviano, machista, casposo y políticamente incorrecto en estos tiempos, porque a lo mejor aplicando hoy el método, convenientemente modificado, no haría falta tramitar un bodrio de 'Ley de libertad sexual', seguramente anticonstitucional, para determinar que solo existirá consentimiento para participar en un acto sexual si ella (y solo ella) «manifiesta libremente por actos exteriores, concluyentes e inequívocos conforme a las circunstancias concurrentes, su voluntad expresa de participar en el acto». Pues más exterior, inequívoco y concurrente que los tirones, imposible. Naturalmente, en virtud de la Ley de Igualdad, los de ella también deberán ser auriculares y solo dos en caso negativo, aunque faltaría por estipular quién debe iniciar el juego. Siempre será mejor un acuerdo preliminar de este tipo a que, en pleno calentón, haya que detenerse a firmar un documento de consentimiento informado como el de operarse de algo, o filmar con el móvil el «sí, quiero» antes de alcanzar el punto de no retorno.
Dicho sea de paso, añoro aquellos tiempos en los que contar un chiste picante no solo no era un delito contra la libertad sexual, sino que gozaba de la misma condición de libertad de expresión que hoy en día tuitear «Los amigos del reino español bombardeando hospitales mientras Juan Carlos se va de putas con ellos» (Hasél), quemar coches patrulla con agentes dentro o saquear comercios.
Para terminar, no sé por qué me estoy acordando de una de aquellas coplillas que los amigos (y amigas) de la cuadrilla acabábamos coreando siempre al final de nuestras merendolas jarreras a la orilla del Tirón: «Querida Irene / querida Irene / síguete meneando / que ya me viene», hoy incantable sin exponerse a recibir de la autoridad un fuerte tirón de orejas. O doscientos.
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