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Hoy es 11 del 11. No sé si esa coincidencia querrá decir algo. Que hará buen tiempo, por ejemplo. Como si a mí me preocupara, justo ahora, que no salgo de casa. Pero me preocupa: por lo visto, esa obsesión por el clima es algo ... que viene con los años, como las arrugas, el dolor de cadera y no tirar la comida que ha sobrado al mediodía. A mi abuela, que se pasaba la vida sentada en su mecedora, también le preocupaba mucho. El tiempo, digo. De hecho, era la única parte del informativo a la que prestaba atención. Siempre me pregunté por qué le interesaban tanto las nieblas en la cornisa cantábrica, las borrascas en Cataluña o las lluvias en el sureste, si nunca iba a ningún sitio. Solo al jardín. Y no siempre.
Acunados por el sonido de la mecedora, que pasaba de marejada a fuerte marejada según el humor cambiante e impredecible de mi abuela, vimos a Eugenio Martín Rubio, a Manuel Toharia, a José Antonio Maldonado, a Paco Montesdeoca. Llevados por el anticiclón de las Azores, y casi sin darnos cuenta, pasamos del blanco y negro al color, de los mapas dibujados con tiza a las imágenes del Meteosat. Hoy, la información meteorológica tiene más producción que una película de Michael Bay. Y me sorprendo viéndola. Será porque cada vez me parezco más a mi abuela. O porque vivimos en una víspera larguísima, eterna, esperando una tormenta que no termina de estallar, que ni siquiera sabemos si queremos que suceda, pero que enrarece el ambiente y lo carga de electricidad. Una vez, Eugenio Martín Rubio se apostó su bigote a que iba a llover en Almería al día siguiente. No llovió, y se lo tuvo que afeitar. Hoy nadie sería capaz de apostarse ni un pelo de la nariz por lo que pueda pasar mañana.
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