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Los acontecimientos que han zarandeado al mundo a lo largo de los últimos años nos han enseñado un par de vainas: en primer lugar, que —por muy fastidiados que estemos— las cosas siempre, siempre, siempre pueden ir a peor; segundo, que hasta aquellos hipotéticos terremotos ... que suponíamos imposibles pueden llegar a producirse, sacudirlo todo y poner patas arriba nuestras diminutas existencias.
En este sentido, un equipo formado por miembros de las universidades de Michigan y Arizona ha demostrado que, en ocasiones, las metáforas pueden saltar al plano de la realidad e incluso a su estrato más restringido, el de la evidencia científica: estos investigadores han conseguido detectar el terremoto más profundo jamás observado, desencadenado 751 km por debajo de la superficie del globo, y no les ha quedado más remedio que admitir públicamente los límites de su propio conocimiento. En efecto, hasta hace pocos días los sismólogos pensaban que los terremotos no podían producirse en el manto inferior de la Tierra, y el registro de esta actividad sísmica inusual revela que las fronteras entre las regiones internas del planeta podrían ser mucho más difusas de lo que la ciencia intuía.
La mejor alegoría para simbolizar que el ser humano está hecho para cambiar de idea es, precisamente, el método científico. Preguntarse cosas, investigar, construir hipótesis verosímiles, experimentar, analizar los resultados, validar o falsar las conjeturas, volver a empezar: si lo pensamos un segundo, la vida consiste en algo bastante parecido a esto. Quizá por eso no sea tan mala idea permitir, al menos de vez en cuando, que un terremoto —por imposible que parezca— derribe los cimientos de nuestras creencias.
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