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Tener un millón de amigos

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OJO DE BUEY ·

Domingo, 29 de noviembre 2020, 14:21

Lo que es el no saber. De fútbol en particular. Qué le voy a hacer. Yo no sabía prácticamente nada de Maradona. En fin, sabía quién era, claro, pero su carrera como jugador me resultaba lejana comparada con la actualidad intermitente de su personaje, un ... híbrido entre dios y juguete roto. De hecho, cuando el miércoles se interrumpieron todos los programas COVID para anunciar su muerte, me parecía un déjà vu. Lo que venía contándose sobre él en los últimos tiempos, y no precisamente en las secciones de Deportes, eran noticias o rumores grotescos, o sencillamente terminales. Hacía años que me había impresionado mucho aquel rumor de que permanecía atado a las cuatro esquinas de la cama de un hospital, intentando rehabilitarse de su drogadicción. Esa escena, aunque sólo figurada, se me quedó grabada. Pero esta semana, el carrusel de imágenes de los obituarios televisivos ha superpuesto varias eras del mito. Lo veías apenas capaz de gestionar un saque de honor o corriendo por la banda como si la estuviera inventando en ese mismo momento sobre el terreno de juego. Abrazando al Papa –su paisano pero también su mayor competencia en cuanto al número de fieles– o a Nicolás Maduro, quien lo tenía por una especie de agente secreto de Venezuela. A punto de –bronco y quizás puesto– meterle a un periodista deportivo o culebreando como un niño hasta alcanzar el área y colar la pelota, en unos años en los que era, sobre todo, un angelote que jugaba al fútbol. A mí, Maradona me caía bien, precisamente porque en su condición de pibe de conurbano, y en el físico y en la alegría original, me recordaba a ciertos tanos del cine de Pasolini, a los accattone, aquellos jóvenes suburbiales, ragazzi di borgata, y en especial a Ninetto Davoli, fijo en la filmografía y en el corazón del director de la «trilogía de la vida» (Decamerón, Canterbury, Mil y una noches), en la que Davoli aparecería siempre, a lo largo de los 70, como un niño grande, simpático, salvaje, carnavalesco, naif. Era su mismo pelo, su misma sonrisa exaltada. En el caso del primer Maradona, persiguiendo a una pelota. Y todo lo que la pelota conlleva. Impresionado por la tragedia global y –en lo que respecta a Argentina– por la catástrofe religiosa nacional, más allá del hueco que deja en la leyenda de la cancha, esta semana me he interesado por las razones de la deidad de Maradona. He buscado información en Google y sus goles en youtube. Llego tardísimo a ellos. Y descontextualizado. Me entero, por ejemplo, que el que por lo visto sigue considerándose el «gol del siglo», contra Inglaterra, fue el que le convirtió en Dios, y que lo metió con la mano. En el cole, metías un gol con la mano y te lo anulaba el hermano Clemente. Claro que los renglones de Dios son torcidos y sólo se deben a su propio reglamento. Pero sólo este gol ya vale un mito, en cuanto un mito absorbe y realimenta muchas cosas, en los márgenes de su campo de acción. Igual era eso, que Maradona fue Argentina por otros medios; que cada uno de sus goles por la escuadra eran victorias del país sobre la adversidad, tan del país, fatalista pero resistente, a tango abierto. Mismamente aquel gol se puede leer como una especie de partido de vuelta de la Guerra de las Malvinas, perdida en el mar. Por cierto que cuando refresqué ayer sábado 28 la búsqueda de «Maradona» en Google se anotaban 165 ¡millones! de búsquedas; 13 más –me refería antes a esto– que el Papa Francisco. Pero muy por debajo de Dios, que tiene, a fecha de 28.486 millones de búsquedas, la mitad que Donald Trump. Cito cifras aproximadas. Dentro del palmarés balompedista, Maradona tiene casi 30 millones más que Neimar, pero 30 menos que Ronaldo y casi 200 menos que Messi. Maradona está en las cifras cercanas a una Kim Kardassian (156), a un Martin Luter King (175) o a una Madonna (177). Con todo, lo que se dice Dios debe ser Will Smith con casi un billón de búsquedas.

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