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La química vale para todo, nos dejó dicho Alfredo Pérez Rubalcaba. Yo añado que escuchar a gente inteligente como él resultaba tan estimulante que, siguiendo sus razonamientos, uno terminaba por esbozar una sonrisa cómplice y satisfecha. Tenía ese punto de profesor que hacía comprensible el ... asunto más complejo y jamás olvidaba los detalles claves del problema que abordaba. A estas alturas, tras una despedida como la que se le ha testimoniado, es difícil añadir algo nuevo a su imprevista partida hacia el panteón imaginario de la historia, porque él tendrá un lugar reservado a quienes la escriben sin ser conscientes de que lo hacen. Tocado por una brillantez y pedagogía oratoria innegable, con discreción y sencillez culminaba los asuntos que gestionaba con eficacia. A buen seguro cometió errores, pero el fin de ETA es el logro que adornará siempre su trayectoria política. Así será pese a que él sabía mejor que muchos que, finalizada la violencia, el dolor perduraba y seguía habitando tanto los corazones como los hogares de sus víctimas.
«Alfredo Pérez Rubalcaba -ha escrito Mariano Rajoy- respondía a un modelo de político ahora en desuso: ni vivía obsesionado por la imagen, ni se perdía por un regate cortoplacista. Sabía mirar más allá del próximo cuarto de hora y contaba con un discurso sólido (...) por encima de consignas publicitarias y eslóganes ramplones; un discurso que se basaba en la racionalidad y en los argumentos, no en la búsqueda de un enemigo artificial contra el que legitimarse».
Que esto diga de él uno de sus destacados adversarios no solo es reseñable sino que esconde un mensaje claro sobre el que muchos políticos de hoy debieran reflexionar. Es un buen momento para hacerlo cuando la lealtad institucional no existe ni es posible llegar a acuerdos en los asuntos que debieran ser cuestión de estado. No es un mensaje en una botella lanzado al mar sino un serio aviso para todos, porque estos días un sentimiento común ha invadido el corazón de muchos españoles, es necesario devolver la grandeza al ejercicio de la política y para ello hace falta más profundidad de pensamiento y menos gritos desnudos de ideas.
Rubalcaba supo estar en lo más alto de la política. Se le comparaba con un viejo zorro enamorado del poder pero supo irse con la sencillez de los grandes. Volvió a la Universidad Complutense a su puesto de profesor, a enfundarse en su bata blanca para enseñar química en el laboratorio. Hemos visto a sus alumnos llorarlo en el velatorio, igual que a sus adversarios, a ciudadanos de a pie y por supuesto a los suyos, no hay despedida más hermosa para un hombre de estado.
En su última lección póstuma, una entrevista que, en 2014, le hizo Manuel Campo Vidal, explicaba que él veía el parlamento «como el sistema periódico: los gases nobles, las tierras raras y los metales, que eran los míos. Un grupo de gente moderada, maleable, dúctil, brillante por momentos». Con una sonrisa describía a diputados 'hiperactivos', es decir, los que aparecen en todas las salsas, a los que «les pasa lo que al cloro: son poco selectivos. Y como tal, muy poco eficaces». Para concluir que «la química funciona como la vida: semejante disuelve a semejante (...) Por eso, las coaliciones entre semejantes son muy complicadas y, a veces, son mejores las coaliciones entre complementarios. Al final a la política le gustan más las emulsiones que las disoluciones». ¡Cuánta verdad irradia y cuánta miseria descubre!
Es el momento para que algunos hiperactivos cuya máxima perspectiva no supera el cuarto de hora ni alcanza el metro y medio frenen un poco la ansiedad que los domina y se paren a pensar en el futuro de todos más que en el suyo propio, sobre todo cuando han sido cuestionados por el electorado. Creo que los españoles añoran un poco más de grandeza y un poco menos de chulería y torpeza. Es tiempo de abrir un nuevo tiempo. Me siento, alumna tuya, compañero y lamento que te fueras tan temprano.
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