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Una vez pude ver a Michel Piccoli sobre un escenario. Fue en 1993. En el Odéon de París. Hacía tres años, en la temporada 1990, que este coliseo, con razón social en el corazón del VI, había sido nombrado Théâtre de l'Europe. No solo ... era una etiqueta: era una idea del teatro y de Europa. El concepto se había construido en los ochenta, como tantos otros castillos en el aire (o sea, en España, en la expresión original). Por entonces soñábamos Europa –en cuyo teatro no entraría España hasta 1986– como un continente de pensamiento, como una red de teatros. Simbólica y materialmente. Europa como escenario común antes que como moneda común. El sentido último del teatro se consideraba factor de relevancia y de supervivencia de Europa. Algo innegociable, necesario. También en España se anhelaba. Y nuestras administraciones no dudaron en que el redondeo del espíritu democrático pasaba por la existencia de teatros públicos. En el 78 ya se había creado el Centro Dramático Nacional (CDN), que en la década siguiente no sólo escribiría alguna de las páginas más brillantes en la historia de las artes escénicas españolas, sino que provocaría hitos en la historia de nuestra libertad y de nuestra creatividad. En el 79, en Logroño, había ardido el Teatro Bretón, pero precisamente en 1990, así han pasado treinta años, se reabriría en una segunda vida con vocación –hoy intacta– de teatro público, ciudadano, libre. «Una colectividad tiene también un alma plural, un espíritu común que se va forjando a lo largo del tiempo en vivencias y experiencias compartidas. Y hay espacios –y tiempos– en la vida de un pueblo de una mayor significación como forjadores de comunidad. Un teatro es –sin duda– uno de esos espacios» afirmaba el alcalde Manuel Sáinz en el programa de inauguración. Por cierto, que una de las primeras funciones que pudimos ver fue un Arlequino del legendario Piccolo Teatro di Milano, otro de los Teatros de Europa por excelencia. Pues en los escenarios del Odéon y del Piccolo, a mediados de los ochenta, se habían producido dos de los acontecimientos más sustantivos de la historia de la 'marca España': el estreno, en el primero, del extraordinario montaje de 'Luces de Bohemia' que dirigiera en 1984 Lluis Pasqual, y en el segundo, dos años más tarde, el no menos extraordinario montaje –máxime no habiéndose representado nunca antes– de 'El público' de Lorca, también por Pasqual. Pocas veces, en décadas, España había significado tanto poética y políticamente (repásense las crónicas internacionales de su recepción emocionada, entusiasta, fraternal). Valle, Lorca y el CDN nos hicieron entrar en la escena europea antes que en sus instituciones. A lo largo de los ochenta y de los noventa, para muchos –me cuento entre ellos– Europa era, entre otros, Strehler, Brook, Kantor, Savary, Bergman, Ronconi, Pasqual o Bondy. A Piccoli lo vi en un 'Juan Gabriel Borkman' dirigido por Luc Bondy. Una historia de corrupción financiera y de confinación. Dos premoniciones sobre el siglo XXI, europeo y mundial. Piccoli era Borkman. Recuerden: el banquero que había pasado cinco años en la cárcel por malversar los depósitos de los clientes y que tras su salida vivía en el primer piso de su casa, deambulando por su salón principal, sin descender a estancias inferiores y escuchando al piano la Danza Macabra de Saint-Saëns. Ibsen lo describía siempre en pie, con las manos a la espalda, sesenta años (68 tenía ya el actor), aspecto recio, perfil fino y ojos agudos: Piccoli. Rafael Azcona, cuyos argumentos para el cine abundan en variaciones del confinamiento o laberinto –kafkiano, doméstico, mental–, idearía varias historias que acabarían con Piccoli dentro: el Glauco de 'Dillinger ha muerto', que sin embargo firmaría en solitario Marco Ferreri, el Michel realizador de televisión de 'La Grande Bouffe', dispuesto a reventar de vacío, el Michel dentista de 'Tamaño natural', encerrado con una muñeca –tres encierros infantiles, autodestructivos– o el esperpéntico Buffalo Bill de 'No tocar a la mujer blanca' enterrado en el subsuelo de Les Halles de París. Siempre recordaré la forma de andar de Piccoli en escena. No podías distinguir si avanzaba o si retrocedía. Sus pasos iban a la vez hacia adelante y hacia atrás. Una especie de moonwalking. Como Europa.
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