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El otro día coincidí con mi amigo Alberto en el teatro. No tendría mayor trascendencia la cosa si no fuera porque, en lugar de encontrarnos en la puerta de la sala echando un cigarrillo antes de entrar, nos vimos en una plataforma digital. Cada uno ... en su casa, y Zoom en la de todos. Acabáramos. La vida moderna era esto.
Servidora, que es de natural curiosa y metomentodo, quería disfrutar de la obra (una pieza estupenda de Onírica Mecánica programada por el Teatro La Abadía) y saber cómo se vive la experiencia teatral en unos tiempos en los que las señoras bien han pasado de encalarse para ir a ver la última de Lola Herrera a pelearse con el ordenador para poner la visualización correcta en la pantalla. Porque conectarse es el metateatro del teatro confinado, la performance dentro de la performance. De la performance confinada, claro, que para performance de exteriores ya hemos tenido bastante con la del fin de semana. Y qué producción, con coches y todo. Y qué sobreactuaciones. Y qué teatro tan acartonado, tan rancio. Lo sorprendente es ver cómo ese teatro apolillado sale a la calle mientras que el otro, el teatro de la belleza y el arte, permanece encerrado, con los aplausos convertidos en emoticonos y los «¡bravo!» escritos en un chat. Mira tú qué cosas.
Se nos está quedando una España de sainete. O de teatro del absurdo. «Tú no existes, mi querido, porque no piensas. Piensa y existirás», escribía Ionesco en 'El rinoceronte'. Pues eso, que no sé si entre los que organizan los saraos callejeros y los que firman disparates («dinamitar el pudor», llamó ayer Rosa Belmonte en esta página al acuerdo con Bildu) habrá alguien que piense. Y los espectadores, patidifusos. Como siempre.
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