En el supermercado nunca me doy cuenta de lo que valen las cosas hasta que llega la hora de apoquinar. No por ser señorita de cuna meneada, que diría Rosa Belmonte, sino porque no me fijo. Ni en eso ni en casi nada: he tardado ... tres meses en percatarme de que han abierto dos bares nuevos en una manzana por la que paso habitualmente.

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Mi despiste viene de lejos, tanto que no tuve más remedio que solidarizarme hasta el fondo de los bolsillos con Zapatero cuando, hace años, en el programa 'Tengo una pregunta para usted', un señor que se creía Oriana Fallaci le preguntó lo que valía un café en la calle. «80 céntimos aproximadamente», contestó. «Eso era en los tiempos del abuelo Patxi», le replicó su interlocutor. Alberto Ruiz-Gallardón tuvo más suerte: un tipo que se declaró «ateo políticamente hablando» le preguntó si tenía un cigarrito, algo mucho más fácil de responder. Gallardón no llevaba tabaco porque no fuma, pero yo sí. Otra cosa es que le hubiera dado un cigarro al tío vacilón.

En fin, a lo que iba: que voy metiendo cosas en la cesta como si nadara en la abundancia y, en el momento de pagar, me echo las manos a la cabeza porque todo me parece carísimo. Mi santo, en cambio, tiene una calculadora por cerebro. Él hace la compra semanal, la gorda. Y, como buen economista que lee los números como si fueran novelas de Ken Follet, está que trina: mientras desembolsábamos los productos, se quejaba del incremento de los precios. Hasta los tantos por ciento me ha dado: el aceite de oliva ha subido un 14%, los huevos un 23%, las patatas un 16%, las cebollas un 18%. Con todo el dolor de mi corazón, la guerra tortillera la ganan los sincebollistas: nos sale más barata hacer la tortilla solo de patatas.

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