Nos hemos acostumbrado a que la vida cotidiana dependa de una densa «nube» informática que almacena y maneja todos los sistemas y datos que depositamos y que nos permiten funcionar como personas y ciudadanos: cuentas bancarias, documentos profesionales y personales, informes médicos, compras, transporte, imágenes, ... mensajes, facturación de equipajes, pedidos, etc. Casi todo está albergado en una nube virtual imperceptible que hemos convertido en tan poderosa como para generar el caos mundial del pasado viernes al fallar la puesta en marcha de la actualización de un software de seguridad para evitar la piratería cibernética. Es tan densa por el almacenamiento y tráfico de datos y mensajes que contiene que, si se materializara, impediría que viéramos el sol.

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El mundo entero se subordina a esta nube artificial, a la que nos han hecho adictos por comodidad y por obligación; casi nada pasa ya por el control manual de antaño, ni los mensajes que enviábamos por carta o telegrama son los que eran, ahora pulsamos un botón en cualquiera de los sistemas de mensajería (WhatsApp, Telegram, Instagram...) y la comunicación se establece instantáneamente. Nuestras casas y coches se abren o cierran a distancia, se refrigeran, apagan o encienden la luz o su intensidad; electrodomésticos, alarmas, etcétera, se regulan mediante un sistema informático remoto; interruptores, llaves u otros mecanismos manuales son casi herramientas del pasado. No solo la paz y el progreso necesitan de ella, hasta la guerra depende de esa nube que almacena órdenes y dispositivos que se disparan con fría exactitud sin clemencia hacia el que recibe el misil asesino. ¿Dónde podemos llegar?. La tecnología se ha convertido de opción a dependencia y adicción, mostrando la fragilidad de un mundo aparentemente fuerte e interconectado, pero extremadamente dependiente de esos dispositivos que, remotamente, controlan nuestra vida transfiriéndoles la confianza.

Prueba de ello es el caos que sacudió el pasado viernes al mundo: servicios esenciales como hospitales públicos bloqueados o con demoras en tratamientos y consultas programadas informáticamente, transportes especialmente aéreos con retrasos generalizados (por ejemplo, en el 100% de los vuelos de Iberia), cancelaciones de operaciones, pasajeros desesperados, etc. desbordaron los aeropuertos desde Nueva York a Madrid o Barcelona mostrando la fragilidad de lo que confiamos. Antes para bloquear un país se destruían sus infraestructuras básicas, hoy puede generarse un caos total sin tocar una instalación o cable, solo evaporando la nube que regula su funcionamiento. Vivir para ver, como dirían nuestros abuelos.

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