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Supongamos que es sábado. Supongamos que es la hora del aperitivo y que el sol que contradice las previsiones meteorológicas invita a ocupar las terrazas de la ciudad. También las del último tramo de Vara de Rey, donde el sol aprieta pasadas las 14 horas. Supongamos también que ese sábado se celebra una de esas competiciones que antes de que todo esto pasara encabronaban tanto a los conductores como entusiasmaban a los peatones. Supongamos que es un triatlón y que tras echarse al Ebro los triatletas se tienen que meter entre pecho y espalda 90 kilómetros en bicicleta. La bicicleta siempre ha sido el saco de los golpes de muchos conductores: que si fíjate que van de dos en dos; que si no pueden ir en grupo; que si no me deja adelantar; que mejor iría por la cuneta. Hay quien agarra el volante y se cree que tiene derecho de pernada en el asfalto.
Supongamos también que una conductora y un policía local no se entienden. Uno le dice que pare, la otra interpreta que debe seguir y que la cosa termina con un triatleta embestido, un vuelo de una decena de metros y un violento golpe contra el suelo que se cerró sin mayores consecuencias.
Supongamos que los servicios de urgencia se movilizan, que los sanitarios que estaban por la zona atienden al triatleta y que la ambulancia tarda algo en llegar. Supongamos que muchos de esos que pedían ronda tras ronda increpan a la ambulancia y pitan e insultan a los sanitarios como si fueran Morata. Una mezcla de cuñados y energúmenos macerados en zumo de uva y cebada.
De esta salimos mejor, decían.
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