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O el libro de la arena. Parece un cuento oriental. Un templo flotante propiedad del Japón, operado por Taiwán, gestionado por Francia, registrado por España y gestionado por Alemania –conseguido, pues, el ideal de Lesseps de una Compañía ¡Universal! del Canal de Suez– ha sido ... cegado por un tormenta de arena, con ráfagas de viento de más de 50 kilómetros por hora, y se ha cruzado en el paso del que depende el mercado del mundo. Un mercado físico, de los que viaja en cajas. 'Mercancía' se le llamaba antes a este género. 'Mercancía': palabra también como de «viaje extraordinario» de Verne. Y la arena. La arena es la que manda: todo se escribe en la arena y lo borra la arena. El adivino que leía el porvenir de Ferdinand de Lesseps, o sea, de Tyrone Power, en la película, en la maravillosa Suez (1938), hurgaba con los dedos en un pequeño tablero de arena clara y le vaticinaba, nada más comenzar la película: «la arena habla de una extraña historia». No olvido esa frase, ese preámbulo, que se me quedó grabado de niño, cuando una noche pusieron Suez en televisión. Una televisión en el mismo blanco y negro de la película, y en de la arena que abría y cerraba la extraña historia de un diplomático francés que soñaba con un «medio de servir al mundo», separando las arenas del desierto, como Moisés separó las aguas del Mar Rojo, un mar con entrada en esta fábula; de hecho es uno de sus dos lados. Pienso estos días en el buque encallado, taponando la navegación universal y me regresan imágenes de Suez, la película, como exhumadas de un sueño bajo la arena de la memoria. Recuerdo con intensidad aquel baño de arena de Suez, y el romanticismo fantástico de sus imágenes, de sus 'grabados', en el marco de la pequeña y cuadrada pantalla donde, al poco, vería construir, en Tierra de Faraones, la pirámide de Keops, mediante un dispositivo basado en una suerte de pistones de arena inventados por el arquitecto Vasthar, ciego, además, como Borges. Vasthar era un Borges de la arquitectura de arena, como Borges lo era de la literatura, hecha también de la misma materia arenosa, que se escapa entre las manos y entre los ojos. O entre los dos vasos de un reloj de arena. El mismo Egipto, por cierto, de Suez, y del cine. Da igual que el de Tierra de Faraones fuera el auténtico, filmado sobre el terreno, y que el de Suez fuera un desierto de Arizona, y el campamento de operaciones de la Compañía un Estudio de la Fox, que antes sería un puerto pirata y después una fortaleza medieval. Da igual que los granos de arena de la formidable tormenta final, una tormenta como la que cegó al Ever Given, fueran realmente de arroz y cebada (era necesario para que parecieran arena, para que fueran más arena que la arena). El espacio de Suez seguirá siendo, para mí, el de la imaginería de la película Suez. Y la odisea de la construcción del Canal, la aventura y el romance de Tyrone Power y Annabella. Recuerda el niño el arco de Annabella: cómo surgía, desnuda, del agua y cómo la recibirá finalmente la arena. Y la secuencia en la que ambos se ponían a refugio de la tempestad, y cuando a escampa, a Lesseps, soñando bajo un arco iris en grises construir una «encrucijada del mundo». A Lesseps, desafiando el plan divino de obra pública: «si Dios hubiese querido un paso en el istmo ya lo habría puesto» le advirtió el viejo virrey. La secuencia del desprendimiento de la montaña tras el sabotaje de los turcos, con un velo de rocas en sobreimpresión rodando hacia el campamento y sus obreros. Y la tormenta final y de siempre, una tormenta de arena de cinco minutos, atada a la cola de un ciclón. La arena llegaba hasta la alfombra del salón de estar. Cómo se arrumbaban los tanques de agua. Y, sobre todo, cómo Annabella amarraba a un poste a Tyrone Power, mientras las grúas, extractores y andamiaje de la obra volaban a su alrededor como las casas de El héroe del río de Buster Keaton durante el huracán. A Annabella, Tony, en fin, habitando para siempre esa arena. Como si de hecho, la encrucijada se enraizara en ella. Suez: permanezco atorado en ese istmo cinematográfico.f
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