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Somos un país con un largo historial de disimulo facial, desde las bellas tapadas del teatro áureo hasta el bando de embozos y capas de Esquilache; de tocas y de velos, de enlutadas, de máscaras de Carnaval. ¡La patria del Guerrero del Antifaz!, qué más ... vamos a decir. Algunas comedias de nuestro barroco se sujetan en el eje de miradas; en lo que dicen y no dicen los ojos, por encima de las palabras, amortiguadas por la tela; por encima de la boca, igualmente vedada. Los amantes se alimentaban de la conversación ocular, o del vuelo de las manos. Y llegaban a ponerle ojos a una cara que, levantado el telón, se descubría no ser tal; porque los amantes, como decía Villiers en La Eva futura, solo cuentan «con el ser que su imaginación ha creado, con el fantasma que han concebido». Y solicitar de la amada el mostrar, tan solo, un ojo 'polifemo' era un atrevimiento, y un desvelamiento cercano a la desnudez. Berlanga siempre quiso rodar un cortometraje que para él contenía el máximo de carga erótica. Se iba a titular La vestición y mostraba a una mujer, desnuda, que iba vistiéndose con las prendas que encontraba en la orilla de una playa, hasta que quedaba vestida por completo. Ese momento de 'vestición' integral suponía para Berlanga –paradójicamente– el desnudo integral. La veladura producida por la pandemia nos ha devuelto durante 401 días, con sus noches –cuando todas las mascarillas son pardas– al primer plano inventado por el cine, gracias al cual la parte vale por el todo; y así, unos ojos significan todo un personaje. Hay personajes en el cine que solo son sus ojos, y su mirada es su discurso. Y de esta manera, hemos andado en interiores y en exteriores: leyendo en los ojos. Mientras que las palabras boqueaban abocinadas sobre la tela de la mascarilla. Yo, a lo largo de este tiempo FFP2, he sentido la sensación de que retirarse la mascarilla delante de alguien era un gesto –como nunca antes– de intimidad, de riesgo, de complicidad. Con su erótica. Porque ha existido una erótica de la mascarilla. La cara, hasta hace año y pico, no tenía tanto valor; la íbamos despilfarrando, mostrándola, exponiéndola a todo quisqui, hasta que su ocultación nos ha hecho dosificarla, y pasar a convertirla en un guiño, casi en una contraseña. Cualquiera de estos días (y meses) pasados te quitabas en un velador la mascarilla y era como: aquí me tienes, para ti no me enmascaro, soy yo; sé que es arriesgado y no puede durar muchos minutos, pero fuera tapujo. ¡Guaaaaau! Sin duda, la mascarilla continuada ha provocado una nueva administración del rostro y de su proyección en los demás. E incluso en el propio portador de la cara, si es que no es la cara la que porta a su portador. Hemos gestionado de una manera distinta toda la información que nuestra cara contiene. Antes de su confinamiento (pues también se ha dado un confinamiento de la cara) no éramos del todo conscientes de esto. Pero a partir de este finde, su despojamiento adquiere casi el valor de un striptease. Por eso, me parece muy bien traída la idea del «síndrome de la cara vacía» al que se refería el otro día en este periódico el compañero de Universidad Javier Ortuño. Venimos, en otro diámetro de cosas, de la «España vacía», y ya nos disponemos a acotar esa sensación inhóspita al paisaje reducido de la cara. Para preguntarnos, ahora que todo vuelve a estar a la vista, ahora que nuestro rostro vuelve a ser de dominio público, quién habita o deshabita nuestras facciones. Y eso genera un vértigo. Y un pudor. Y una sensación de quedarnos al raso. Y un impulso de volver a taparnos. Se ha reproducido el paso del mudo al sonoro en el cine, que acarreó, eventualmente, una crisis de adaptación, que sufrieron aquellos que, siendo campeones de la expresividad de los ojos y de las manos, siendo ases de la pantomima, no estaban preparados para ser vistos o escuchados, con toda su figura, al descubierto. Sin duda, pasaremos por momentos de enmudecimiento, hasta volver a hacernos con el espacio de nuestra cara.

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larioja Striptease