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Además de redescubrir como tantos el valor de los balcones, yo me he reconciliado con los trasteros. Al balcón salimos a aplaudir y tomar el aire que el confinamiento obliga a dosificar. Al trastero me meto para trabajar lejos de la redacción. A falta de ... espacio en la casa para desparramar papeles y atender llamadas sin perturbar al resto de inquilinos, redecoré de urgencia el altillo que arrumba cajas, vinilos, juguetes obsoletos y una feísima lámpara de pie que lleva siglos rota y nunca me decido a tirar al contenedor. El ventanuco que da al exterior maquilla la sensación de ahogo y echando a un lado parte de las zarrias he ganado espacio para despejar una mesa e improvisar una silla. Para acceder a esa oficina de saldo sólo debo ascender un puñado de escalones. Todo es vacío en la calle y en el edificio, nunca hay nadie en los rellanos. Aún así, subo los peldaños de tres en tres y con sigilo de jaguar para no molestar ni infringir las normas. El otro día, sin embargo, se entreabrió una puerta a mi paso. Por la rendija asomó la cara de mi vecina para recoger algo que le habían dejado en el felpudo. Hacía tanto tiempo que no nos veíamos las caras que nos miramos como extraños. En ese instante fugaz nos limitamos a sonreír a distancia. Dudamos en preguntarnos como hemos hecho siempre qué tal todos, si el otro necesitaba algo. Estáticos, sin abrir la boca por miedo a contagiar el aire pero sin borrar tampoco su gesto amable, me volvió a saludar con la cabeza antes de meterse adentro. Ni siquiera pude contarle que subía al trastero a escribir lo raro que parece todo estas semanas.
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