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No sé si mi afirmación posee mucha fuerza moral o real, pero pienso que en este país se vive bastante bien. Juzgo la vida de esta manera comenzando por mí mismo mientras miro a mi alrededor. Sé que no nos hallamos precisamente en el mejor ... momento para lanzar las campanas al vuelo, por lo que cuentan los entendidos, mas manifiesto este parecer si me comparo con bastante personal que vive fuera de las cabañas de nuestro poblado celtíbero.
Esta semana se lo comentaba a un amigo al que veía salir de casa en la mañana fresca en pantaloneta, camisa de colorines y rostro risueño. Al verlo de esta guisa, le di los buenos días y le expresé que parecía un turista de estos que sale de casa a comerse el mundo. «Turista, sí, pero pobre», me respondió como suelen hacerlo muchos de nuestros conciudadanos, sobre todo esos a quienes no les llueven del cielo de las huríes regalos de 65 millones como a algún elegido por la diosa Fortuna acaso desde su nacimiento.
A un servidor no le extraña lo más mínimo ese tipo de respuestas. Sin embargo, al hacerle notar a mi amigo el cielo sereno, la suave brisa, el silencio enriquecido a lo lejos por la labor cerealística de una cosechadora, en suma, la riqueza que nos viene gratis en el pueblo comparada con el intranquilizante trajín de Nueva York, cambió de opinión y aceptó sentirse sencillamente rico, sin más, lo cual ya es un tesoro.
Recuperado el optimismo, al que soy bastante propenso, mientras estos días me lanzaba a un corto viaje en autobús medité en que hasta entrado septiembre no podré ir al menos tres días de vacaciones a alguno de los miles lugares paradisíacos que alberga España. Esto me ocurre por los tinglados que nos buscamos frecuentemente los jubilados, y menos mal que ya tengo criados a los nietos. Con esto del confinamiento, hemos tenido que retrasar el lanzamiento de la campaña de bañadores desde Vitoria, que nos han quedado divinos de la playa. Yo me he ocupado de la gama de los rojos: bermellón, ocre, minio, cadmio, carmín, laca de granza, decorados con niños retratados por Goya.
Ayer viernes pasé un ratillo en el hospital y por entretener la espera me llevé un librito sobre los Sanfermines escrito por el tudelano Iribarren, el pluma más saleroso que ha dado Navarra. Me impresionó el artículo de 1951 sobre el estado de ánimo de los toreros una vez que llegan en la tarde a los aledaños de la plaza, semejante al del verdugo en la película del mismo nombre. Prefiero recordar a Morricone, que tantas veces acarició mi sonotone.
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