De repente, abres los ojos. Las cuatro de la mañana. Aún te quedan tres horas para levantarte, pero tú ya estás despierta. Sabes que no vas a volver a dormir y, aún así, lo intentas: cierras los ojos, cambias de postura, sacas los pies por ... debajo de las sábanas, los escondes, abrazas la almohada, das otra vuelta en la cama. Son las cuatro y veintisiete.

Publicidad

En medio de la oscuridad silenciosa, la paradoja: estás sola en la madrugada, pero te acompañan los fantasmas, los ajenos y los propios, los que viven en el cajón de los calcetines y los que habitan en tu cabeza, los que te producen un temor absurdo y los que te provocan una angustia real. Enciendes la radio para deshacerte de ellos, esperando que la afectada voz exterior acalle el golpeteo de tu voz interior, hasta que el pitido de las señales horarias resuena como un tiro: son las cinco de la mañana, una hora menos en Canarias. Piensas que nunca has estado en Lanzarote.

A las seis, te rindes. Te levantas y ves a tu hijo dormir profundamente, abandonado al sopor como el cuerpo se abandona al mar, con esa felicidad que te da deshacerte del peso de vivir durante unas horas, de flotar en un espacio sin gravedad. Él no necesita pastillas para conciliar el sueño, le basta un beso tuyo. En la mañana limpia y clara escuchas piar a los pájaros, pero no sabes de qué clase son ni te importa, no eres ornitóloga. Enciendes la cafetera, te duchas, te tapas las ojeras. Hoy es lunes y, para cuando el resto del mundo esté despierto, tú ya habrás malogrado tu día. Miras por la ventana, ves la calle que pisarás en un rato con los auriculares en las orejas y la mochila a la espalda. Oyes la ducha del vecino y te das prisa. Al final, vas a llegar tarde.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

¡Oferta 136 Aniversario!

Publicidad