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Mi psicóloga está empeñada en que aprenda a decir no. Pero no le vale un no cualquiera; quiere un no rotundo y redondo, sin posibilidad de réplica ni recurso, un no de punto final y se acabó lo que se daba, un no de los ... que me soltaba mi padre cuando le preguntaba si podía llegar más tarde a casa, un no de los que me decía mi hijo al ponerle delante el plato de lentejas. Le comento a mi psicóloga que tiene las mismas posibilidades de que eso suceda que de escalar el Himalaya, pero la tipa insiste. No tiene otro afán, la pobre. Ella sabrá.
Me resulta más fácil decir supercalifragilisticoespialidoso con un polvorón en la boca que no. Casi nunca lo digo por pereza, por educación, por miedo a decepcionar al otro. Y los pocos noes que he pronunciado han sido disimulados, envueltos en excusas o en mentiras y aliñados con un gesto de falsa tristeza o de falso entusiasmo, según mercado. Porque no siempre solo no es no; un no también puede ser otra cosa: un «te llamo un día de estos» o un «lo siento, justo ese fin de semana estoy fuera» son noes que no lo parecen, pero lo son.
Alguna vez me gustaría decir un no que hiciera temblar los cimientos del imperio. Un no seco, inapelable, mortal, de película del oeste. Lo imagino con detalle: le pego un último trago al whisky, dejo el vaso vacío en la barra con un sonoro golpe, miro al otro con una media sonrisa y le disparo un no entre los ojos. Solo me falta ponerlo en práctica. Así que, decidida a darle el gusto a mi psicóloga, lo ensayo ante el espejo. Al cabo de un rato, sigue sin salirme, y termino medio piripi. A lo más que he llegado a partir del tercer whisky es a un «me gustaría muchísimo, pero no me da la gana». Lo mismo también sirve.
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