Con el inicio de un nuevo día los hogares abren sus ventanas para refrescar el ambiente caluroso acumulado durante el día anterior. Con este cotidiano gesto la cuenta vuelve a cero y otro día se presenta ante nuestra existencia. Abres las ventanas, respiras profundamente y ... te completas con esa sensación de que está todo por hacer. Tras esa rutina tan gratificante en los meses de verano, es el turno de la preparación del café, salir a la terraza, contemplar el estado de mi jardín urbano, sentarme y comenzar el día leyendo unas cuantas páginas de la novela que me transporta, en mi caso, a la antigua Roma. Otros mundos, otras vidas y el frescor de la mañana son esas pequeñas cosas que hacen que la vida merezca ser vivida. Ventilar, así, no se queda en una mera costumbre de salubridad hogareña. Airear es necesario para nuestra existencia humana. El proceso de ventilación se materializa en diferentes conductas o acciones que nos permiten resetearnos. Iniciar una nueva lectura, acudir a un concierto o una obra teatral, un paseo sin más objetivo que pasear, un refrescante baño, una noche estrellada en la que ser consciente de la insignificancia de la especie humana, un café con una persona querida o cualquiera de otras tantas experiencias que nos permite tomar distancia de nuestro día a día.

Publicidad

Sin embargo, hay veces que la vida te abre las ventanas y las puertas de par en par creando corrientes de aire difíciles de dominar. Los papeles salen volando, los jarrones se rompen al caer al suelo... Una superficie que se tambalea y se quiebra hasta quedar irreconocible quedando en pie exclusivamente los pilares que sustentan cada una de nuestras vidas. Unos cimientos de una amalgama de materiales tan diversos como el camino personal que cada uno de nosotros hayamos recorrido en nuestras vidas. Los podemos llamar valores que nos hacen ser quienes somos y nos presentan ante el mundo de una forma indudablemente personal. Esa desnudez, sin disfraces ni trucos de magia, de la persona, su esencia, el alma es la clave de todo los demás. Lo que me hace ser Sofía. ¿Los míos? Son tan básicos y universales, aunque no tan comunes como pudiera creerse, como intentar ser buena persona, empatizar con el dolor ajeno, altruista y poco codiciosa, justa, sincera, leal y, sobre todo, ser coherente conmigo misma de pensamiento, palabra y obra.

Lejos de pretender aparentar ser perfecta mis virtudes se ven condicionadas, como las de todo hijo de vecino, con una lista de defectos que me ponen en jaque en cada situación complicada que me presenta la vida. La generosidad, sirva como ejemplo, es fácil de predicar cuando no te toca dar, pero más compleja de defender cuando te toca abrir tu cartera. Porque es ahí, en los momentos difíciles, donde las personas se terminan retratando. Los actos tienen consecuencias y siempre pasan factura, antes o después, en la moral individual. En cualquier caso, ya sean de los de valores íntegros y firmes o no, recuerden que mañana pueden abrir las ventas, airearse, tomar un café y volver a empezar porque la vida suele dar tiempo a enmendar los errores. Reconocer, asumir y aceptar para volver a ser con el frescor del nuevo día.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

¡Oferta 136 Aniversario!

Publicidad